—Con la
jubilación me organizo.
Doña Francis es
una mujer de mucha decisión y alto mantenimiento. Ella no podía resistir sus
deseos de comprar.
Tiene una
zapatería bajo el edificio. —¿Qué necesita , Sra?
—Quiero probar
aquel zapato verde.
—Le va perfecto.
—Lo llevo.
—¿Caja o bolsa?
—Bolsa, trajo el
izquierdo, yo quiero el derecho, además me tiene que cobrar la mitad.
Estas chicas que
ponen de empleadas no entienden nada.
—Ud disculpe,
pero los zapatos se venden por pares.
—¿Y por qué voy
a llevar dos si quiero uno? Es humillante, pero puedo pagar uno sólo.
Contesta la
tontuela: —Déjelo, Sra, cuando pueda llevar el par, prometo una rebaja
interesante…
Doña Francis no
terminó de escucharla, se fue dando un portazo sin sonido, ahora las puertas
cierran solas y despacio.
Siguió caminando,
con tacos que parecían tomar rutas distintas. Enfiló para la casa de ropa,
flasheó con un vestido rojo:
—¿Cuál es el
precio, mija?
—Tres mil
novecientos.
—Bueno, lo
pruebo.
Entra al
probador, es previsora y siempre lleva una tijera en la cartera, por seguridad,
o como en este caso, al escote muy ceñido
le realizó un tajo seductor, sin llegar al escándalo. El vestido no era de
ruedo desigual, que es la moda cool. Lo extendió en el piso y le hizo un ruedo
con tajos desparejos.
—¿Le va bien
Sra?
—No se te ocurra
correr la cortina, por ahora el recinto es mío.
Guardó la tijera
a buen recaudo y lo probó. Un espanto, era obvio que era segunda selección.
Salió con la prenda hecha un bollo y la arrojó en la mesa.
—¿Lo lleva, Sra?
Le hacemos un descuento si el pago es cash, con tarjeta es un poquito más.
—No lo llevo, no
me va el color, el corte…hasta la confección es mala. El precio me va grande y
no es “cash” es “cache”. Un consejo de vieja: tírelo a la basura…
—Sra, es un
delito lo que hizo con esta prenda, tendré que presentar una denuncia.
—Pedazo de
irrespetuosa, yo te haría una denuncia, pero por un trapo viejo, no vale la
pena.
Doña Francis,
esta vez sí pudo dar un portazo con ruido y rajadura de vidrio. Quiso distraer
tanta felonía y buscó un bar, pidió un cortado, le pareció un horror la gente caminante,
tan ordinarios, hablando a los gritos, con esas cucarachas que les reemplazan
una mano. Pidió la cuenta: —Srta, el café estaba frío y aguado, la leche
cortada, la mesa pringosa y Ud, con esas uñas mugrientas, que no observé antes.
No voy a pagar por este insulto.
Le habían
recomendado una casa de sweaters de lana, se avecinaba el invierno y todos sus
pulóveres, llevaban el registro de mordidas de polillas.
La encantó uno
tejido a mano, con un primoroso bordado.
—¡Hay cómo me
gusta éste!
La empleada le
sonrió con dientes vendedores: —Pase por aquí. Tiene razón, es divino, ya verá.
Doña Francis se
miró al espejo y le pareció un tanto largo. Encontró la lana de cierre y
haciendo un pequeño ovillo, que iba engrosando. Se entusiasmó más con la tarea del ovillado,
que con el sweater. Volvió a la realidad cuando miró al espejo. Le llegaba a
las axilas.
—Srta, Ud me va
a disculpar, pero me va muy corto, demasiado.
La empleada
quedó con la boca tan abierta, que Doña Francis aprovechó para huir, mezclarse entre
la gente y subir a su Depto. Buscó las agujas de tejer, se quitó los zapatos,
los reemplazó con sus gatos pieseros y con el ovillote del sweater, que no
compró, empezó a tejer uno nuevo. No gastó un peso.

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