martes, 14 de junio de 2022

MARIPOSAS

 

   Porque alguna vez fuimos nosotros y tomamos vino de la misma parra, que dejaba pasar el sol entreverado. La única sobreviviente soy yo. El Gordo que nos atendió nos trajo vino:

   —Para que se vayan refrescando.

   El vino estaba caliente, el Gordo dijo que era casero, “Vino de la Costa”, hecho con uva chinche. Subió las escaleras de su casa palafita, tal vez por intuición trajo alivio que se fuera. Contamos historias que vivimos juntos y salimos airosos como si Dios existiera. Terminamos los vasos y nos bañamos en el Río de la Plata, que era de ese color, no sé si por el vino o por la hora.

   —Aquí, en la Balandra, yo lo veo color caca, pero algo refresca, ¿Y si salimos por aquel trecho? Es la continuación de la Selva Misionera.

   Cuando volvimos a nuestra mesa, Nenushka dijo:

   —Hagan silencio, con esto sólo, guardamos el privilegio de este viaje.

   Sobre el borde de una copa, había una mariposa azul tornasolado libando. Nos quedamos extasiados como frente a algún milagro. Al cabo de unos segundos, una mano gorda la agarró de las inmensas alas.

   —¡Qué buen ejemplar tenemos aquí! Yo las colecciono.

   Y se fue hablando solo. Nos angustiaba ver agitarse las alas de aquella joya. Al rato apareció el Gordo con una carpeta:

   —Vengan que les muestro, dónde descansan hermosas las que he cazado, ésta es la última, el broche de las mariposas que todavía se debate. Yo las pincho con alfileres, sobre las alas bien abiertas.

   Nosotros nos dimos vuelta, no quisimos presenciar aquel asesino potencial. Emprendimos el viaje de regreso.

   —¡Me tienen que pagar lo que consumieron! ─gritaba el Gordo─ ¡pendejos de mierda!

   Seguimos en bicicleta a toda velocidad, mientras le dábamos un adiós, haciéndole fuck you, con el dedo mayor en alto.

   —¡Andá a comer alfalfa, Gordo puto y dejale algo al caballo, que da lástima cómo está!

   Eso lo dijo Ernesto, que por algo se llamaba Ernesto. Algo me ardía en la nuca, tropecé con un adoquín y caí paralela a la Ruta. Los chicos ni lo advirtieron, aterricé entre los yuyos, lejos de la banquina. Un micro amarillo, que venía en sentido contrario, les cerró el paso y los hizo subir de prepo y encañonados. Cuando el micro se fue, lo pude ver al Gordo con los brazos en jarra, matándose de risa. El cerdo era soplón.

   Había escuchado nuestra conversación, cuando dijo que iba a dormir la siesta. Antes de llegar a casa, estaba mi Viejo esperando con el pasaje, la Visa y el Pasaporte:

   —Es para Venezuela, vas a vivir en Caracas, le mandé un dinero a tu Tío, él te va a recibir, comprate ropa.

   Le temblaban las manos y así nos despedimos.

   Mis amigos fueron los primeros desparecidos en la Balandra, donde encontraron sus cuerpos mancillados, torturados, en la casa palafita, donde todo eso ocurrió.

   Yo me armé ni bien llegué a la Argentina, encontré al Gordo asesino en el mismo lugar donde vivía. Lo llené de balas, de la cabeza a los pies. Volví en bicicleta, con una perola cruzada en mi pecho, revoleé el arma al monte. Ni siquiera con mi venganza fue suficiente. Apagar este dolor, siempre me resultó imposible.

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