Porque alguna
vez fuimos nosotros y tomamos vino de la misma parra, que dejaba pasar el sol
entreverado. La única sobreviviente soy yo. El Gordo que nos atendió nos trajo
vino:
—Para que se
vayan refrescando.
El vino estaba
caliente, el Gordo dijo que era casero, “Vino de la Costa”, hecho con uva
chinche. Subió las escaleras de su casa palafita, tal vez por intuición trajo
alivio que se fuera. Contamos historias que vivimos juntos y salimos airosos
como si Dios existiera. Terminamos los vasos y nos bañamos en el Río de la
Plata, que era de ese color, no sé si por el vino o por la hora.
—Aquí, en la
Balandra, yo lo veo color caca, pero algo refresca, ¿Y si salimos por aquel
trecho? Es la continuación de la Selva Misionera.
Cuando volvimos
a nuestra mesa, Nenushka dijo:
—Hagan silencio,
con esto sólo, guardamos el privilegio de este viaje.
Sobre el borde
de una copa, había una mariposa azul tornasolado libando. Nos quedamos
extasiados como frente a algún milagro. Al cabo de unos segundos, una mano
gorda la agarró de las inmensas alas.
—¡Qué buen
ejemplar tenemos aquí! Yo las colecciono.
Y se fue
hablando solo. Nos angustiaba ver agitarse las alas de aquella joya. Al rato
apareció el Gordo con una carpeta:
—Vengan que les
muestro, dónde descansan hermosas las que he cazado, ésta es la última, el
broche de las mariposas que todavía se debate. Yo las pincho con alfileres,
sobre las alas bien abiertas.
Nosotros nos
dimos vuelta, no quisimos presenciar aquel asesino potencial. Emprendimos el
viaje de regreso.
—¡Me tienen que
pagar lo que consumieron! ─gritaba el Gordo─ ¡pendejos de mierda!
Seguimos en
bicicleta a toda velocidad, mientras le dábamos un adiós, haciéndole fuck you,
con el dedo mayor en alto.
—¡Andá a comer
alfalfa, Gordo puto y dejale algo al caballo, que da lástima cómo está!
Eso lo dijo
Ernesto, que por algo se llamaba Ernesto. Algo me ardía en la nuca, tropecé con
un adoquín y caí paralela a la Ruta. Los chicos ni lo advirtieron, aterricé
entre los yuyos, lejos de la banquina. Un micro amarillo, que venía en sentido
contrario, les cerró el paso y los hizo subir de prepo y encañonados. Cuando el
micro se fue, lo pude ver al Gordo con los brazos en jarra, matándose de risa.
El cerdo era soplón.
Había escuchado
nuestra conversación, cuando dijo que iba a dormir la siesta. Antes de llegar a
casa, estaba mi Viejo esperando con el pasaje, la Visa y el Pasaporte:
—Es para
Venezuela, vas a vivir en Caracas, le mandé un dinero a tu Tío, él te va a
recibir, comprate ropa.
Le temblaban las
manos y así nos despedimos.
Mis amigos
fueron los primeros desparecidos en la Balandra, donde encontraron sus cuerpos
mancillados, torturados, en la casa palafita, donde todo eso ocurrió.
Yo me armé ni
bien llegué a la Argentina, encontré al Gordo asesino en el mismo lugar donde
vivía. Lo llené de balas, de la cabeza a los pies. Volví en bicicleta, con una
perola cruzada en mi pecho, revoleé el arma al monte. Ni siquiera con mi venganza
fue suficiente. Apagar este dolor, siempre me resultó imposible.

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