Las manos de
Bruno temblaban y no las podía controlar. No dejaba de fumar, aunque el pucho
le bailara entre el pulgar y el índice, se dio cuenta que “prometer” era una
palabra utópica. “Te prometo que dejo el pucho.” Bruno dijo: “te prometo que te
voy a querer siempre.”
“Siempre” le
pareció una palabra superflua y agobiante. Tiró el pucho al empedrado, recordó
que a esa hora, en esa esquina, Raquel pronunció: “Yo también te voy a querer
siempre.” Ella lo dijo con el casette puesto y el énfasis actoral dispuesto a
lo peor.
Cuando entraron
a la pensión, parecía todo clausurado, menos una escalera, que daba a la pieza
sin baño de Raquel. Había olor a extracto de cigarrillos rubios, mezclado con
olor a plancha de cocina, sucia. El anafe, estaba conectado a una garrafa, tan
triste como el resto.
Bruno sintió que
ese lugar le pertenecía, mientras el pucho le temblaba y Raquel preparaba té,
en un jarrito cascado. Lo sirvió en dos vasos, como muchas familias judías.
Raquel, era judía. Bruno no era xenófobo. Pero lo que menos le gustaba de
Raquel, era que fuese judía y que tomara té, en vaso transparente.
Quedó
embarazada, los dos quisieron. Fue varón y se llamó León.
La pensión
terminó en hacinamiento y discusiones estériles, recurrentes, impotencia, odio.
Raquel y Bruno, convivieron con León, tres años. Bruno se fue sin decir nada.
Raquel lo supo antes que él y tampoco dijo nada.
Cuando León
tenía seis años, preguntó por su padre. Raquel sacó fotos, contó historias y
ocultó rencores. León dormía tranquilo, mientras alguien fumaba, con el pucho
entre el pulgar y el índice, temblaba y miraba la ventana de León, desde el
banco de la plaza, lejos.

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