Un milagro que anduviera parada sobre esos tacos de medio metro. Para la mina era algo común, parecía haber nacido con los tacos puestos. No dejaba pasar ninguna vidriera, se detenía, se miraba un tobillo y el otro. Inspeccionaba el pelo que revoleaba todo a un lado o al otro. Se acomodaba el cinturón y acariciaba la pollera hacia abajo. En los lugares donde había portones cerrados, ventanales sin reflejos, caminaba derecha, porque no miraba nada. Cruzando la calle con el semáforo a favor, sonrió por dentro, ese sector tenía ventanales de vidrios limpios como espejos. Se quitó los anteojos de sol, mordió una patilla y miró la ropa de los maniquíes. Entró al boliche.
—¿Necesitás
algo?
Ella,
displicente, contestó:
—Voy a bichar un
poco, si encuentro algo, te aviso.
Tapados de
diseño, blusas birmanas, pashminas, vestidos superpuestos, leves, carteras
confeccionadas a mano, al igual que carteritas y carterones. Biyuta importada
de Ceylán. Llamó a la Vendedora y señaló todo lo que iba a adquirir.
—¿Es para un
negocio o uso personal?, contado sin tarjeta, tiene una atención de cien pesos.
El total
ascendía a quince millones, cerró la operación.
—La atención no
es necesaria.
Mientras sus
lentes caminaban al ritmo de sus tacos, sonó el celular:
—Sra Gastatuti,
su hijo llora porque nadie lo viene a buscar. ¿Cómo procedemos?
Qué crueldad su
indiferencia, es el Padre de mi hijo, es abusador en toda la Escuela, ningún
Padre ni Docente, se atreve a hacer la denuncia. Ni yo sé por qué tantos custodios.
Pero los Padres sí lo saben.
—Procedan
llamando al Padre, hoy le correspondía a él ir a buscarlo.
A mí el dinero
me puede, por suerte dos de los cuatro custodios, me dan un sexo bien flipado.

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