—A ver usted,
Medina ¿Porqué en vez de atender al frente, pasa el tiempo mirando el techo de
la Catedral?
El segundo piso
del colegio tenía ventanas que daban al imponente edificio, donde las nubes
jugaban con las torres cubriendo o desnudando arbotantes, acroteras inconclusas
y gárgolas dispuestas a eliminar el agua llovida por sus bocas. No me
interesaba el colegio, iba por obligación parental. Era católica practicante.
Asistía, con mi padre, sólo a las misas cantadas, las que envolvían las
paredes, las columnas y el sol atravesando los vitrales. Me hacían olvidar, que
mi padre se sonaba la nariz más fuerte que los cánticos.
Durante mi
infancia invadíamos la Catedral vacía con mis amigos y jugábamos a dar vueltas
sobre nosotros mismos mirando hacia arriba en esos conos de luz y caíamos
mareados representando cruces en el piso de mármol espejado. Recorríamos los
vidrios de colores que parecían bendecir nuestros ojos nuevos. La hora de la
siesta era ideal, subíamos por los laterales y llegábamos al órgano. El padre
Colavella aparecía como un fantasma: —Uuuh!!
Nos asustaba y
luego ejecutaba canciones de Los Beatles, sólo para nosotros.
Cuando el
profesor me pidió, con aquella media cara móvil, ya que la otra la tenía
paralizada por una hemiplejia satánica, para la siguiente clase, una explicación completa de la
Catedral
—De lo
contrario…
Lo interrumpí
como solíamos hacer los rebeldes y mirando al único ojo abierto del profe, le
dije que la Catedral no se explicaba, se vivía.

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