Desde el
atardecer se escucharon tambores de latón, de barril, pensé que era mi vecino
del fondo, que tiene una batería, pero mi vecino viajó y los parches no suenan
igual. Seguí leyendo un libro de teoría y técnica del cuento, haciendo caso
omiso de esos sonidos agresivos, mientras trataba de devanar el texto.
Puse un adagio
que amo, para neutralizar los tambores. Fue peor, se sumaron poder entender el
texto, estar ahí para suprimir los tambores, sentí que había una manifestación
en la Escuela, el adagio más un acolchado que tenía encima, no alcanzaba.
—¡Saulo!
¿Escuchás el ruido?
Él es tranquilo,
nació sedado.
—Sí,
naturalmente, Semana Santa no se caracteriza por rezos devotos, hace tiempo que
parece un festejo histriónico.
Tenía razón.
—¿Me podés decir
cuánto tiempo hace que estoy leyendo?
Contestó
irónico:
—Cuatro horas,
debés saberlo todo.
Era la una y
media de la noche y los golpes seguían reiterados, sin armonía, parecía el
infierno hecho sonidos. Escuché el sigilo de Saulo sobre mi hombro.
—Esa lectura es
sencilla, respeto tu negación, pero me voy a dormir.
Las cuatro y
media de la noche, tenía algodón en los oídos y cinta de embalar. Llamé a la
Policía a las cinco, mi juventud setentista en La Plata, odió recurrir a ellos,
nunca lo hice. Dijeron que no sabían nada. Expliqué:
—Provienen de la
zona del Calvario, o del Anfiteatro, o no sé dónde. Les pagamos para que
cumplan con su deber.
Me pidieron el
nombre, mi dirección, el número de teléfono. Hasta aquí llegué:
—Mirá loca, si
es tanto rulo, seguí comiendo pizza.
De una, salí de
casa, en pijama y pantuflas. Fui hasta la plaza. Ahí no era, me detuve y el
sonido provenía de otra manzana. Hice diez manzanas y seguí hasta el Houssay,
los sonidos mataban, no sabía de dónde carajo venían o iban.
Volví a casa, di
tres pitadas del propio y a las seis se detuvo.
—Saulo.
Y nada, lo
sacudí.
—Saulo, no están
más, pararon.
Dijo:
—Siempre hay
paros, no te preocupes vení, dejá ese libro de mierda.
Por la mañana
fui al Super y pregunté, nadie había escuchado nada. Pasé a tomar un café, allí
tampoco escucharon. Toqué timbre en casi todos los vecinos. No, tampoco
escucharon.
Llegué a casa,
Saulo dormía y roncaba como el mejor, tenía la boca abierta y tres mosquitos en
la lengua, lo zamarreé.
—Nadie escuchó
nada, pregunté y nadie, pero vos me dijiste que sí ¿o no?
Me escupió los
tres mosquitos en la cara.
—Te dije que sí
para que me dejaras de joder.
Son todos
sordos, yo sí los escuché. ¡Hipócritas!

No hay comentarios:
Publicar un comentario