La tormenta se desató cuando los truenos,
relámpagos. Lluvia y vientos nos atacaron. Dejó a mucha gente sin casa. Se
cayeron árboles sobre techos de autos. Aquí se rompieron dos vidrios y la
lluvia nos llenó de goteras, usamos baldes y cacerolas.
Hasta que nos dimos cuenta que era más fácil
ducharse adentro que en el baño. Cayeron piedras del tamaño de una pelota de
futbol. Nos resfriamos todos, menos el gato.
Teníamos treinta y nueve grados de fiebre y
las aspirinas no alcanzaron. La llamé a Laura:
─Estamos en una situación de emergencia.
¿Nos podríamos pasar unos días en tu bunker?
─Sí, claro, pero les advierto que tengo
cinco familias socorridas y si cabemos es de pie, y ya ves si vienen no se lo
bancarían. Conozco un energúmeno que se llama Oliverio, se alimenta de
pensamientos, es tan generoso que convida. Beba fue hasta su casa, que no era
una casa, era una ermita.
Les abrió la puerta Oliverio. Contó:
─Antes fui psicólogo y psiquiatra. Los
pacientes me llenaban de palabras, no me cabían en la cabeza. La decisión de
irme fue que algunos pacientes lloraban tanto, dejaban el piso mojado y yo como
un boludo, secador y trapo limpiando el piso. ¿Qué los trae por aquí?
Beba dijo que necesitaban alojamiento.
Oliverio contestó:
─Ya mismo, aquí hay lugar para toda su
familia, menos a mis antiguos pacientes que harían barro mi ermita, son tan
desconsiderados que se podrían a llorar en dulce montón.
─Mire doctor Oliverio, a mí los pensamientos
me hacen mal al hígado. Podría llevar espinaca, zapallo y remolacha.
─Sí, pero tengan en cuenta que aquí agua no
hay.
─¿Y la que nos cae del cielo qué es?
─No lo percibí ─contestó Oliverio.
─¿No será el llanto de mis pacientes?
─Mejor si proviene de otro lugar y como las
lágrimas son saladas, nuestro menú, sal no necesitará.
─Bueno, mi querida Beba, lo dejamos acá. Quiero
no hablar por veinticuatro horas, así después me cuentan la inmundicia que comieron.

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