A mi amigo
Alfredo le tocó ser Presidente de Mesa, en un lugar llamado Gorina, rodeado de
campo sin nada. Hasta que vio una Escuelita derruida pero con techo. En la
puerta decía “Escuela N°24. Hoy dispuesta para el Sufragio”.
Alfredo atravesó
los escombros y se encontró con una mesa larga que le faltaba una pata. Había
un cartel pintado a mano, que decía: “Presidente”, otro “Secretario Adjunto” y
el último “Para entregar los sobres”. Alfredo se sentó en el último lugar de un
banco largo. Le dolía la columna, no tenía ni pared para apoyar la espalda.
Cruzaba una pierna sobre la otra y al rato al revés. Había una bomba vieja,
pudo tomar agua y mojarse la cabeza. Descubrió un teléfono entre escombros,
pero con tono. Habló con la Junta Electoral:
—Me encuentro
como Presidente de mesa, sin ayudantes, ni siquiera…hola, holá, holáá.
—Ya le mandamos
alguien ─no mandaron a nadie.
Había un viejo
ciego en un banquito, cebando mate, Alfredo le pidió que le convidara, porque
ya no daba más.
—¿Usté viene por
las eleciones? Yo no le quiero afligir, tome este mate, sin azúcar, nunca vino
nadie, ni para las otras eleciones y por lo que veo, para esta…¿Sabe qué es lo
que pasa? La gente está trabajando, no tiene tiempo para votar y ellos saben
que cualquier candidato es un corruto.
Si no fuera por
el viejito ciego, Alfredo se largaba a llorar.
—Vea, joven, yo
tengo cajas viejas, tres o cuatro con los fajines, sin nada adentro, eso sí, o
las vienen a buscar o usté a como a las ocho se me retira. Pero quédese
tranquilo que no van a venir. Para ellos, acá no esistimos.
Alfredo esperó
un micro que nunca llegó, volvió a su casa caminando, haciendo veinte
kilómetros a pie.
La mujer lo
despertó temprano, para decirle quién iba ganando.
—Callate,
Rosalía, no me interesa, son todos unos hijos de puta. Dejame seguir
durmiendo.

No hay comentarios:
Publicar un comentario