Las musas no están
conmigo, huyeron. Entiendo, ellas deben protegerse del cuento. Domingo era un
hombre callado y quieto, como los domingos. Si alguien golpeaba su puerta, primero
aparecía un brazo con un mate, ofrecía un banco artesanal y él sentado en la
silla matera. Si le dirigían la palabra él contestaba mm…uuy…ay…la duda, si el
agua ya estaba “mm”…, si el mate rebasaba y caía parte al piso “uy” y si se
quemaba “ay”. Domingo era un hombre rico. Vivía en una casa de mármol blanco,
con columnas tres estilos, dórico, jónico y corintio. Una noche lo atemorizaron
ruidos nuevos, decidió rodear su casa con paredes de cemento y rollos de alambre
de púa. Cuando terminaron el trabajo, durmió como un ángel, hasta que empezaron
ruidos leves, que se hicieron más intensos. Domingo pensó en diferentes
animales que rodeaban las nuevas tapias, no se le ocurría ninguno que llegara
hasta tan alto. Le indignó su propia cobardía. Abrió las puertas y por todo el
tapial asomaban luces pequeñas. Domingo que nunca hablaba preguntó ¿Quién es?
No hubo respuesta. Llevó la escalera y trepó a mirar, las luces pertenecían a
caras tristes, deseosas de comer, tomar agua, algo.
Una de las caras
empujó la escalera sobre Domingo. Alcanzó a ver cómo entraban en su casa y
comían todo, abrían vinos. Cuando la comida se terminó, seguían con hambre. A
Domingo le sangró la cabeza, se formó un círculo con Domingo al medio. Nunca lo
habían hecho, el hambre, como el corazón no necesita razones.
El círculo se
estrechó. Domingo era un hombre rico, aún sin cocción ni condimentos.
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