Libros, jamás apuntes. Fuma hasta las cuatro de la mañana,
no prepara mate, para estudiar sin interrupción. Apaga el celular. Si tocan el
timbre, no atiende.
Fuma, lee, fuma, lee, fuma. Levanta la vista y nota que el
humo permanece, no hay aire. Le recuerda un mar sin olas ni espacio, pero mar
al fin. El agua es el humo que se queda y no se va. Por último cierra el libro
que robó a la mañana y devolverá mañana. La librería es de su amiga, pero no
quiere pedir prestado, robar la atiborra de adrenalina. La amiga, que se cree
tan piola, ni cuenta se da del hurto y la devolución la encuentra siempre de
espaldas. Quintina se acuesta al lado de la tabla devenida en escritorio. El
último autor de consulta es un tipo sabio, sencillo y cosmogónico. Se acuerda
de todo. Que le pregunten nomás, le apuesta a un nueve, no al diez, porque el
jefe de la catrera, no, de la cátedra es un infeliz que nunca califica más. Una
vez explicó la ausencia del número, Quintina no quiso escuchar pavadas, fumó
sin que el tipo la viera. Olvida apagar la luz, no duerme, se desmaya.
El despertador la aturde, abre la ventana que da al baldío
arbolado, donde cantan los zorzales imitando a las calandrias, de sonidos
agudos. Tienen humor los zorzales, hasta se burlan del chimango. Le dan ganas
de quedarse a escuchar ese concierto. Decide no bañarse, se cambia el calzón y
le pone desodorante al buzo. No le gusta echarse en las axilas, es malo para la
piel. Tiene teorías al respecto. Quintina piensa que el cuerpo elimina el agua
que le sobra por las axilas. Tiene mal olor, dicen algunos y fruncen la nariz
ante la sola idea.
Viene el micro repleto, ella se sumerge, la gente que la
rodea está triste y ausente. No mira más a nadie. Hoy se levantó de buen humor
y le dio miedo el contagioso miedo de los solos. La dejaban sin aire. Peor que
los puchos, esos van a los pulmones, los otros producían impotencia y derrota.
“- Moldava Quintina…” llamaron, ni tiempo a ponerse un chicle. Tendría que
hablar de lejos, apuntar con sus respuestas hacia otro lado. Tal vez para los
idiotas, la baranda costara un triste siete. Entró al claustro, erguida y
soberana. Quintina era más bella que los cánones vigentes, tanto que nadie
hubiera imaginado que hacía tres días que no se bañaba y dos que no cepillaba
sus dientes. Sonrió como Mona Lisa y habló todo el tiempo el tema de su tesis.
Miraba a los ojos a los tres analfa que la escuchaban con atención o le miraban
las tetas, Quintina no estaba segura. Dejaba silencios acotados, pensando lejos
y mucho. Recordó un capítulo que todo el mundo eludía. Tenía complicaciones que
Quintina desentrañó mejor que “el catedral”, así bautizó al catedrático.
Dijeron “suficiente”, con gestos de “quiero más”, los tres le dieron la mano. El
catedral en persona la informó de su evaluación:”—Diez”, la beca era suya.
Volvió caminando para ensoñar los tres años en Praga, no
la nueva de los semáforos, sino la vieja, de la memoria. Pasó por la librería de
su amiga y le dejó el dinero del libro, el primero que compraba, el diamante de
su tesis. Prendió un pucho y lo fumó apretado entre sus dientes. Abrió los
brazos como alas para vuelos solitarios. Le molestó que los edificios taparan
el sol. Escupió el cigarrillo en las escaleras del subterráneo. La
manifestación de cada día le cerró el paso. Le dieron ganas de gritar lo que
gritaban. Cortaron la avenida y llegó la policía. Vio mujeres llorando y
hombres desesperados. Algo similar a un micro sin ventanas la llevó a Quintina
y a otras personas, que insultaban sin defensas ni esperanzas. Le preguntaron
su nombre y ella dijo no recordar nada “-¿Y tus contactos, querida?”, interrogó
una voz lejana y malvada. No pudo responder, le llovieron inesperadas patadas y
golpes. Les molestaba su risa desenfadada y la postura de ausente. La
encerraron con las putas, que curaron sus heridas y le prestaron consuelo.
No supo cuántos días fueron. Apareció en la entrada de su
casa. El portero y su mujer la subieron, le dieron unos tecitos y bolsas de
hielo, llamaron un médico que diagnosticó dos costillas rotas y contusiones
benignas. Logró reponerse, pero débil quedó. Su amiga de librería le preparó la
valija y todos los documentos que le mandó el decanato. La bañó con dulzura, la
vistió de persona y la llevó al aeropuerto. Cuando el avión despegó, pudo ver a
su amiga que saludaba a dos manos. Quintina observó cómo Buenos Aires se
alejaba gris y sin luces. Cuando prendió un cigarrillo, todo el avión fue un
solo grito. Lo apagó de inmediato. Le dio vergüenza y cansancio. Su compañero
de asiento le extendió una frazada y reclinó la butaca. Él también, becado y su
lugar de destino : Praga. Quintina sonrió al tipo, buen mozo…diverti- zzz y
atina-zzz.
Durmió profundo, como si alguien velara su sueño, por
primera vez.

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