miércoles, 6 de julio de 2016

LA CICATRIZ

                                                           
   Abro temprano, empiezo la masa, se hace una bola que tiro a la mesa y le doy trompadas y revolcones, descargo mi odio por las boletruchas que hay que pagar y ¡NO QUIERO! Amo este negocio, era de mi bisabuelo y todos se dedicaron al rubro “panza llena”. Tuvieron su prestigio que no les fue quitado, pero yo, huérfano, llevé a crecer este lugar detenido en el tiempo.
   Mis muchachos andaban en malas compañías, cuando se hicieron las reformas, fue una estrategia para alejarlos de los vagos.
   —Bueno muchachos, yo los crié, son grandes, ya es hora.
   El más desfachatado dijo —¿Ya es hora de qué?
   Éste, es el que más me hace subir la presión —De que empiecen a trabajar en lo que sea o dónde sea, espero que no se queden para siempre conmigo. El otro es más para adentro, como la madre, ¡Qué mujer!...
   Entraron dos chicos encapuchados, yo pensé que era por el frío —Vamo viejo, dimo vuelta el cartelito, tá cerrado.
   Nervioso y torpe dijo —Ché manco, encintá este cacho de nada, que yo cargo todo.
   Se llevaron la caja completa y mis ahorros encubiertos con cajas de “Jefferson Mermeladas Antiguas”, euros, dólares, jejenes, trasmayo, macroonda, microbatidora.
   —Fijate si la cinta de embalar agarró bien, manco.
   Cuando miré la mano del pibe, se había destejido media cara. La cicatriz era la misma, la ceja, el ojo, las rastas.
   Era él, se llamaba manco y lo demás. El mejor amigo de mis hijos. ¿Cómo sabían el lugar de escondites bien estructurados?
   Si la madre viviera, podría encontrar consuelo en sus inolvidables cuatro culos…
   Hay una gordita, acá abajo, igualita a mi mujer. Es chica, pero conozco el arte de la espera.
                                                                         

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