Abro temprano,
empiezo la masa, se hace una bola que tiro a la mesa y le doy trompadas y
revolcones, descargo mi odio por las boletruchas que hay que pagar y ¡NO QUIERO!
Amo este negocio, era de mi bisabuelo y todos se dedicaron al rubro “panza
llena”. Tuvieron su prestigio que no les fue quitado, pero yo, huérfano, llevé
a crecer este lugar detenido en el tiempo.
Mis muchachos
andaban en malas compañías, cuando se hicieron las reformas, fue una estrategia
para alejarlos de los vagos.
—Bueno muchachos,
yo los crié, son grandes, ya es hora.
El más desfachatado
dijo —¿Ya es hora de qué?
Éste, es el que
más me hace subir la presión —De que empiecen a trabajar en lo que sea o dónde
sea, espero que no se queden para siempre conmigo. El otro es más para adentro,
como la madre, ¡Qué mujer!...
Entraron dos
chicos encapuchados, yo pensé que era por el frío —Vamo viejo, dimo vuelta el cartelito, tá
cerrado.
Nervioso y torpe
dijo —Ché manco, encintá este cacho de nada, que yo cargo todo.
Se llevaron la
caja completa y mis ahorros encubiertos con cajas de “Jefferson Mermeladas
Antiguas”, euros, dólares, jejenes, trasmayo, macroonda, microbatidora.
—Fijate si la
cinta de embalar agarró bien, manco.
Cuando miré la
mano del pibe, se había destejido media cara. La cicatriz era la misma, la
ceja, el ojo, las rastas.
Era él, se
llamaba manco y lo demás. El mejor amigo de mis hijos. ¿Cómo sabían el lugar de
escondites bien estructurados?
Si la madre
viviera, podría encontrar consuelo en sus inolvidables cuatro culos…
Hay una gordita,
acá abajo, igualita a mi mujer. Es chica, pero conozco el arte de la espera.
No hay comentarios:
Publicar un comentario