Esos actos que
provienen de la impotencia, desasosiego y soledad. Quedamos en encontrarnos y
hablar —Yo no te engañé!
—Sí porque te
vieron, tu peor amigo me contó, con detalles que debió pasar por alto.
—No sé…necesito
un tiempo.
—Yo también lo
necesito.
—Nos vemos.
Durante ese
espacio ella lo quería, en ocasiones lo odiaba. Él también la quería, pero con
peros, que pero esto, que pero lo otro. Y así.
Se extrañaban,
ninguno supo del otro hasta que comenzó el semestre, nadie sabía bien el
significado, pero coincidió con el encuentro repugnante y cursi “te quiero, te
amo”.
Fue justo cuando
comenzaron las actividades sexuales. Vieron a dios en varias oportunidades, los
bendecía.
La comezón del
séptimo año fue forúnculos.
Volvieron a separarse, como si en el medio no
hubiera sucedido nada.
Ella caminaba por
Yrigoyen, miraba la vereda, el lugar de sus paseos, el olor de los azahares y
el tacto perfecto de sus manos. Ya casi no quedaban frutos. Gracias a su mirada
baldosa descubrió entre lo gris una naranja.
Tomó una foto. Se
la mandó. Él casi llora.
Viven juntos.
Ahora están en la situación más molesta de la historia “tener un hijo”. 
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