Limpiaba la casa transformando todo en un espejo. Hacía
comidas de elaboración compleja y tendía una mesa con candelabro al medio y
rositas rococó cultivadas por ella misma. Tomaba una ducha parecida a una
desinfección profunda, usaba esponjas de bronce, para parecer tan espejada como
su casa. Cepillaba su cálida cabellera con blem y pomada marrón militar para el
rodete. Cerraba su figura con vestidos cándidos y zapatos de taco aguja. Llegaba
el marido, que en general quedaba sentado de culo, por los resbalones, en el
meticuloso encerado. Ella lo recibía como a un conde, inclinando la cabeza y
las piernas ligeramente genuflexas. Se sentaban a las mesa. Él, con las manos
negras que olvidaba higienizar, por mal humor laboral y por trasero dolorido. Mientras
ella colmaba su plato, él arrebataba la fuente principal y comía con los
cubiertos de servir y ambos codos planeando sobre la ingesta, que en tres
minutos concluía. Le pasaba la lengua a los platos y a la fuente. Ella
escanciaba en su copa un vino bien estacionado. Él le arrebataba la botella,
tomando del pico, como un bebé desesperado. Ella ponía música clásica y le
ofrecía un cigarro de hoja. Él daba una pitada profunda y eructaba como un
elefante en celo. Apagaba la música con un puntapié decidido y la invitaba a
escuchar el partido, en una radio pedorra. Ella aceptaba como esclava
resignada. Cada gol que no se producía, él le pegaba trompadas en la nariz y en
la boca. Ella no decía nada y secaba la sangre, con una servilleta bordada. Cuando
el partido terminaba, él le sacaba los zapatos y con los tacos filosos, le
tatuaba en la espalda, un corazón y sus nombres.
Ella disfrutaba como loca y pedía más. Era insaciable.
Mientras levantaba la mesa, él le clavaba tenedores en los glúteos y le pedía
que gritara porquerías que lo excitaran. Ella se tiraba en el piso y él
trepando a la mesa, se le arrojaba encima, dando un panzazo que la dejaba sin
aire. Él era un hombre bien dotado, que soltaba sus impulsos sin detenerse,
toda la noche. Ella moría de amor por él. Al completar aquellas circunstancias, esperaba que se durmiera y llamaba
una ambulancia. En el hospital, la conocían todos los médicos, remendaban aquel
despojo y la internaban semanas enteras. Él aprovechaba aquellas ausencias,
para colmar la casa de putas y borrachos. Cuando ella, bastante compuesta,
llegaba a su hogar, encontraba todo limpio y refulgente. Los baños estaban
clausurados, llenos de platos sucios y botellas de buen vino, algunas rotas.
Siempre quedaba alguna puta en la bañadera, que la abrazaba y le contaba aquel
infierno de maltrato. Ella era piadosa, la bañaba en la cocina y le daba plata
para un taxi. Él, cuando volvía del trabajo, metía todo en bolsas de residuos. Los
recolectores, que sabían de aquella historia, un día que él sacaba la basura,
lo agarraron entre cinco y lo compactaron con el resto. La acusaron a ella, por
desaparición de persona y sospechas de homicidio con premeditación y alevosía.
El abogado penalista, Dr. Gaudio Gastaña, la liberó de sus culpas infundadas,
dejándola en la calle y sin un mango.

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