domingo, 31 de julio de 2016

SUPERAVIT

  
 Lo echaron de la ferretería del centro, antes le pasó igual, en la casa ortopédica.
   Como mesero, aceptó en negro, prescindieron de sus servicios al tercer día. Buscaban personal de ojos celestes, tez clara, él era morocho argentino. Un parroquiano grosero gritó: —¡Negro, traé un café!-. El dueño escuchó y decidió echarlo de inmediato.
   El mismo día apareció un aviso: “Farmacia las 24 horas del día, de lunes a domingo, limpia presencia y hablar fluido, únicos requisitos.” Nicolás fue aceptado, quiso saber condiciones de pago, horario, días de trabajo. Los pagos no podían traducirse a números, hasta no conocer el rendimiento del empleado. El horario era corrido, tal cual rezaba el cartel de la farmacia: veinticuatro horas. Las jornadas, de lunes a domingos, incluyendo feriados. El jefe lo informó, mientras le extendía un ambo blanco, de médico antiguo. —Inspira confianza al cliente y resta importancia a su tez oscura.
    Así hablo el tipo, que desapareció en un pasillo blanco sin fin. Tres compañeros ojerosos, le advirtieron que no hablara ni con ellos, ni con los clientes, sólo leves sonrisas. Para ahorrar energía y descansar trabajando, a ellos les había dado resultado.
   Nicolás no quiso pensar, se calzó el ambo y tomó posesión del mostrador.
   Soportó doce horas, pero tuvo hambre, preguntó a la cajera. Mirando el reloj, ella contestó que podía hacer uso del baño y al lado del papel higiénico, encontraría la merienda, cuya ingesta, debía ser simultánea a otras necesidades que tuviera. No podía exceder los diez minutos. Soportó estoico las condiciones y hasta se permitió realizar, todo lo que el cuerpo pidiera, en cinco minutos, dejando otros cinco, para cerrar los ojos en el sanitario. Anteriores trabajos, fueron de catorce horas, oficio tenía.
   Las doce horas restantes, casi se desmorona, pero el personal de mandados, una sola persona, le entregó una pastilla, que lo haría resistir, hasta la otra jornada. Esa vez, le fue mejor, hizo catorce horas y habló con su esposa, cinco minutos por celular. No comió, usó los cinco restantes para dormir, con los ojos abiertos en el reloj.
   Al cabo de cuatro semanas, con catorce kilos menos y la respiración corta, como para un: —Buenos días-, agonizante. Apareció el jefe, le palmeó la espalda y lo felicitó, por su constancia y dedicación. Le entregó un cheque, a quince días, explicando que el negocio no andaba todo lo bien que se esperaba. Nicolás preguntó con timidez, en qué momento podía ir a su casa, para entregar el pago ó el cheque. El jefe puso cara de no entender, pero usó el verso aprendido —El cheque se lo llevará el personal de mandados, que es uno sólo, hasta su propio domicilio-. Se tranquilizó, gracias a los tranquilizantes que tomaba, copiando a los clientes nerviosos.
   Al mes siguiente, su mujer fue a visitarlo, con la excusa de comprar aspirinetas. Él apenas la reconoció, algo familiar tenía, llevaba dos niños que dijeron: - ¡Hola papá! También le resultaron familiares. A esa altura, estaba lejos, muy lejos de razonar y de reconocer. Sólo escuchó la voz chillona de la mujer, que le decía que todos vivían muy bien, pero que no vendría nada mal, que hiciera unas horas extras, para cancelar algunas deudas. Nicolás pensó que la mujer había perdido la razón y por eso tenía dos hijos loquitos, que le decían:-¡Hola, papá!-. Preguntó, a la mujer, si las horas del día, también habían aumentado. Ella asintió y le confesó de su nuevo trabajo. Conducía camiones, hasta la frontera, donde ella y sus hijos, cargaban docenas de niños rubios, para ser vendidos en Capital. Trabajaba a porcentaje. Nicolás, que a esta altura, tomó color azul, preguntó a cuanto ascendía el porcentaje. La mujer, brazo izquierdo con quemaduras de tercer grado, le indicó que los niños teñidos de rubio, eran el pago que recibía.
   De modo tal, que la casa quedó chica para los ochenta niños teñidos y sus dos hijos. Nicolás consideró injusto que sólo le otorgaran ochenta niños y prometió hacer horas extras, para mejorar la situación de su actual familia numerosa, en crecimiento. Habló con su jefe. Antes de emitir palabra alguna, la respuesta fue positiva, era norma de la casa, el trabajo por tiempo indeterminado. Nicolás, lleno de contento, lo abrazó como a un hermano. Cuando el jefe quiso apartarse del empleado tan efusivo, comprobó que Nicolás era de hielo, no se le movía ni un pelo. Se enojó mal y echó el empleado a la calle.
   Cuando sintió que había perdido su trabajo, quedó tirado en la cuneta y emitió sus últimas palabras. Un barrendero municipal, nonagenario y esquelético escuchó las maravillosas palabras de Nicolás: -Muero contento, hemos batido a La Farmacia-.
   El barrendero, emocionado, lo metió en su tubo de recolección, sobre él volcó los residuos del cordón y mirando al cielo gritó, débil:

   —¡Viva la Patria!
                                                                     

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