Atardecer en una
esquina de Tandil, una chica adolescente, peso esqueleto, pelos parados de
todos colores, nariz de payaso, mejillas rojas y jardinero amarillo.
—¿Cuánto cuestan
los sahumerios que vendés?
A ella la pisó
la vida, tras la pintura, transparentaba un gesto ausente. —Lo que usted
quiera, esta noche quiero comer.
La gente hasta
tomaba distancia por si la chica pedía. El Señor que le compró, pagó como para
un sándwich, era Concejal, propuso dejar que los emprendimientos chicos
tuvieran lugar en las esquinas, sin el trámite previo: “puedo o no puedo”. El
resultado general fue: No.
Todo es “No”
para el pobre. —Que trabajen.
No hay trabajo. —Que
lo inventen.
Por eso piden un
espacio a la intemperie de una esquina, un Concejal dijo “Sí”. Era el Señor que
se le nublaron los ojos, cuando escuchó: —Esta noche quiero comer.
Los Kapos de la
estupidez humana, argumentaban que la pobreza queda fea repartida en la calle.
El Señor ni renunció, se fue a vivir a su pueblito de origen, que debido al
cierre de todo, todito, todo, era una procesión de desocupados. Este gran
hombre, energúmeno como todos los grandes, vendió el tambo recibido por
herencia. Y lo que quedó lo trasladó al pueblito y todos tenían asegurado tres vasos
de leche por día. Se le vinieron a vivir con él, jóvenes del pueblo del no.
Sembraron.
Comer, comían todos y las viviendas, de a poco, con materiales reciclados y la
imaginación multiplicada, tomaban formas caprichosas. Un amanecer frío y
oscuro, lo fueron a buscar al Señor apodado “Don Generoso”. A pocos kilómetros
en una casa cuadrada de cemento, lo interrogaron acerca de temas que él
ignoraba y recibió todas las sandungas de la década infame. Había dos bestias
hilarantes y perversos, construyendo una cruz de quebracho. Estando él destruido,
lo crucificaron con clavos de hierro y en una transcavator, lo trasladaron a la
entrada del pueblito. Don Generoso recibió los alaridos del dolor y el espanto.
Pertenecían a la adolescente que le vendió los sahumerios al precio que el
Señor quisiera, porque aquella noche quería comer. Nunca cruzaron palabra, pero
ella ni bien enterada, estuvo. Lo siguió trabajando junto a otros y convencida
que Don Generoso, era su Padre, regalo de la tierra. Todo el pueblito ayudó a
quitarlo de la cruz. Dos Médicos y Enfermeros, curaron sus heridas, su
resucitación tomó un largo tiempo. Al año se le quitó el respirador. La secuela
fue una ceguera milagrosa, que le permitió terminar su trabajo con los ojos del
corazón.
Hubo algún
idiota confundido, del pueblo del “No”, que pidió canonizarlo. Le contaron a
Don Generoso, que jamás levantó la voz a nadie y diatribó breve. —Me
cago en el mal parido, sepa él que jamás he creído en dios y su fetichismo
cobarde, sienta precedente, ya que la bestia cree toda esa sanata. Que arda en
el infierno y se lleve el lote de canallas a la guarida del diablo.

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