Desde el puente
la luna dejaba su exacta redondez a mis ojos, se reflejaba en el río con
rayas blancas y negras, o a la inversa, entre temblores del aire. Yo me acordé
y fumé mi último pucho, promesas vanas que luego no cumplo.
A diez metros de
mí, un hombre joven sentado sobre el barandal, con los pies hacia afuera, también
fumaba, postergando algo que tal vez fuera el último con certeza. Me acerqué,
como si él no importara:
—¿Me podés
convidar con uno?
Él me extendió
el suyo. Estuve mal, le quité su cigarrillo y yo tenía un atado en el bolsillo,
saqué dos, los prendí y le entregué uno.
—Disculpá, pensé
que no tenía.
Él puso cara de
no importarle nada, aceptó el pucho que le di. Pregunté por qué estaba con las
piernas colgando hacia afuera.
—Porque me gusta
elegir y porque me largó mi novia, ando sin laburo y los viejos me echaron de
casa. Miro los barcos de carga...¿Y a vos qué te chupa dónde estoy? Te creés
que por un pucho berreta tengo que brindar testimonio. Andá donde estabas,
acodate y fumate hasta la bruma que nos envuelve, dale, que te trague la
neblina.
Yo me fui donde
estaba, es mi lugar, tiré el atado al río, me quedé con uno, el último y esta
vez era cierto. Abajo del agua no se puede fumar.

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