Acá le cantamos,
ella hacía el movimiento de la boca, pero no sacaba la voz. Nunca lo hizo, nos
dábamos cuenta, nadie le decía que sus sonidos estaban, ella debía
encontrarlos. Miraba las baldosas coloniales, las ventanas desvestidas, la
Abuela las quería sin las intervenciones de separar los caminos del día y de la
noche.
—Vamos, chicas,
esas cortinas serán para las galerías que dan al río, cuando haya moscas o el
resplandor del sol con viento, parece hacer ondular toda la casa.
Y bailaba con un camisón blanco, haciendo
zarandajas por dentro de sí, con el alma que no recordaba por la sangre y esas
cosas del ayer que prefería ignorar.
La mesa formaba
una L, allí comían todas, con sonidos de gallinas. La Abuela miraba con satisfacción
cómo construyeron un piso por año, de mayor a menor, como las pirámides Mayas,
pero aquí en el campo argentino. La casa de altura parecía decir: “Acá estoy yo”.
Ella nunca sonreía, pero movía los labios cuando estaba caliente, frío, rico, feo,
no tengo hambre, sí quiero más.
Era la primera
en levantarse de la mesa, iba a tocar el piano, piezas antiguas o nuevas que
ella misma componía. Se recuperó rodeada de las chicas y las risas de la
Abuela.
Apareció cuando
pasaron cinco años, al finalizar el segundo piso. No había alambrado, pero la
tranquera era un símbolo de libertad. Fue paradojal, en ese lugar la arrojaron
de un auto, para qué describirlo, si todos sabemos, el color, de quienes, para
qué.
Todas corrieron,
la levantaron, estaba viva, tenía los ojos abiertos, la Abuela le sostenía la
cabeza. Se quedó con ella mientras las chicas fueron a buscar ropa, agua y unas
mantas. Se tropezaban entre ellas con el odio y la alegría.
Escucharon un
grito que nubló el cielo:
—¡Le cortaron la lengua!...
La Abuela la
hamacaba y como un mantra, repetía y repetía:
—¡Milicos hijos
de puta!

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