La canoa salió
de Regatas, doblando dos kilómetros hasta el río abierto. A Paulo no le importó
la polución, ni las manchas de petróleo, se tiró al agua en el único sector que
tenía siete u ocho metros de hondo. Algunos decían diez, otros decían que había
remolinos tragadores.
A Paulo lo
agarró un tragador. Yo gritaba y las canoas que pasaban a mi lado,
indiferentes. No me quedó más que tirarme y encontré sus pelos, conseguí
subirlo a la canoa. Lo puse boca arriba y resucitó con toses expulsadas. Venía
una tormenta con rayos y truenos y la lluvia gruesa sobre nosotros aterrados.
Quedé sola, con el remo partido, bordeando la costa. Paulo llevaba la cabeza
inclinada sobre su pecho. —Flaca, dejá de hacer esfuerzos inútiles.
Vi cómo él sacaba
una pierna de la canoa, hacía pie y trepó a la costa. —El río es así, tramposo,
me hacés reir, tenés cara de susto, “como perro en bote”.
Le hice caso y
me sentí estúpida, hacía rato que hacíamos pie y llegué a la costa. Paulo, que
es como Cruela Devil, corrió volando entre sauces y cañaverales. —¡Pablo,
esperame, guacho, te salvé la vida! Para el mundo no sos mucho, pero para tu
vieja sí!
Llegué a Regatas
caminando kilómetros, el Club estaba cerrado. Me ardía el cuerpo, raspé con todo
lo que encontré. En un costado, la moto de Paulo, en marcha. —Uy!, ¡La mujer de
barro! Dale, subí que te llevo.
No iba a jugar con mi dignidad, la cucaracha.
Volví caminando a La Plata. El Camino Blanco, tiene muchos kilómetros, los
hice.
En una curva, una
luz de calle, de esas que se iluminan a sí mismas y no al usuario, estaba
ligeramente torcida y a sus pies de cemento, la moto de Paulo incrustada como
un adorno de Navidad, el casco por un lado, la cabeza por otro y el resto no
sé.
No me gusta ver despostado a un traidor,
pensé en el pulso repartido. El Camino Blanco se hizo intenso, cuando troté, después
corrí y el viento en contra me partía la cara.
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