Asomada al
balcón, donde entraban ella, su gato y una maceta, las perversas dimensiones de
un monoambiente, dormitorio, un anafe y un baño. Todo en cuatro por cuatro,
allí vivió Roberta, sus últimos días en Buenos Aires.
Desde Trieste,
su Abuelo, le mandó un pasaje para viajar y una carta que la hizo llorar: “Querida
Rober, necesito que vengas, como tu País, según las noticias, se viene abajo y
encima una pena tan grande como la muerte de tu Abuela, me dejó sin casa y
resolvieron encerrarme en un Manicomio, siendo yo sano. Claro, ver tanto loco
me volvió loco. Te espero para que des cuenta de mi cordura y consigas un
Abogado que se haga cargo de recuperar mi casa…” La carta sigue, pero
transcribirla está fuera del alcance de cualquiera.
Roberta era
experta, con su cara de inocente, de cualquier tropelía, sin medir las consecuencias.
Empezó por hacer viajar de polizones, el gato y la maceta. Hizo contrabando de
ambos, seduciendo al Comandante de abordo. Le costó un polvo rapidito, en el
baño del Aeropuerto. Viajó en primera clase, gracias a una viejita
alzheimeriana de 93 años, le contó cualquier verdura para cambiar su asiento de
segunda, por el de la anciana. Totalmente creída que Roberta era una Virgen,
que la bendeciría en cualquier momento de su vida y muerte. Lo de muerte lo
agregó ella, para que la viejita se quedara en el molde, si la querían volver a
su asiento.
Llegó al
Nosocomio, donde siendo la nieta adulta, venida de América, así lo declaró
ella. Un Médico la hizo pasar a un cuarto sucio de pintura descascarada. —Ud
quiere hacerse cargo de su Abuelo, eso tiene un precio.
Hasta olor a
humedad tiene el sinvergüenza. Le costó un polvo rapidito, sacar a su pobre
Abuelo.
Abrieron la casa
y estaba tal cual la dejó el Abuelo, el diario en la segunda página de aquel
día y la única variable fue la cama deshecha, sábanas sucias. Usaron la casa de
bulín, seguro. Roberta buscó un Abogado, luego de limpiar y alistar al Abuelo.
Buscó el mejor Abogado de Trieste, según le informaron. Tuvieron tres horas de
espera, hasta que los recibió. Era un gordo más ancho que alto, cuya baba secaba
con un pañuelo, de manchas dudosas. Luego que le relataron lo sucedido:
—Sr
Roca, tenga a bien tomar asiento en la Sala de Espera, me interesa hablar con
su nieta, los términos de mis Honorarios.
Cuando quedaron
a solas, el gordo dijo a cuánto ascendía lo que deberían pagar. Roberta casi
desmaya.
—Bueno, mi
querida, hay otras formas de pago.
Éste fue un
polvito más extenso que los anteriores, pero cerraron el trato y ganaron el
Juicio.
El Abuelo le
preparaba té de camamila, todas las noches y de día polenta al hilo. Ella
sentía un hogar recuperado y las anécdotas del Abuelo, casi siempre las mismas,
la hacían dormir en mantas de recuerdos calentitos.
—Rober, querida
nieta, veo que salís a buscar trabajo todos los días y no encontrás. Te vas a
enfermar, aquí también la desocupación es alarmante.
Ella se cansó de
rebotar en cada lugar y se le ocurrió una idea tropelíaca, ofrecía al paso, sus
polvos rapiditos. Le fue tan bien, que puso con el Abuelo, una pequeña Pizzería
al Paso, la llamaron: “Pizzería La Rapidita”.

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