Nos casábamos a
la semana siguiente, Estaba preparada la Iglesia, las Invitaciones y comenzaron
a llegar los regalos. El vestido de boda de mi Abuela, que después fue de mi
Madre y ahora me miraba al espejo y todos elogiaban el parecido con mi Madre, sin
oropeles.
El día que
llegué a la Iglesia, mi Novio se retardó. Cuando después apareció, vislumbré
sus ojos indecisos. Estando frente al altar, el Sacerdote habló las clásicas
preguntas que se daban en ese momento. En cuanto llegó su respuesta, dijo un
“no” cerrado. Se retiró despacio y me saludaba con tristeza.
—Esto no termina
aquí, Elena…a lo mejor…
Y desapareció.
Entre el dolor y
la vergüenza, fui a vivir al campo de mis Padres. Ellos decidieron mudarse y yo
los acompañé. Seguí con mi fracaso a cuestas, estaba desolada. No podía
despertar de aquella pesadilla. Un mediodía me pidieron que fuera a llevar las
cartas de mi Madre, a sus amigas de la infancia.
—Señorita, aquí
hay un montón de correspondencia, ¿por qué no busca? Muchas fueron devueltas,
por no encontrar el domicilio.
Todas se
dirigían a nombre de mi familia. Una en particular me llamó la atención.
Llevaba una letra que reconocí enseguida: “Queridísima Elena: en tiempo de esta
ausencia, me dieron muchas ganas de verte. Te pido perdón y me arrodillo a tus
pies…etc. etc.”
Sentí como si
hubiera escrito aquel petimetre, por el que sufrí tanto. Un hombre de verdad,
se casó conmigo, tengo cinco hijos.
Por fin
comprendí que el matrimonio, es un algo totalmente prescindible, realizado por
la vieja cobardía de no saber vivir en soledad. Y la conclusión es que con mis
hijos me divierto mucho y con mi Marido me aburro demasiado.

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