Hacía dos
temporadas que no pintábamos la pileta. La última vez había musgo en los
rincones y el fondo resbaloso, daba para nadar o nadar. Lo llamamos a Martín,
especialista en pintar piletas.
Con una
amoladora eléctrica la lijó. Luego le pasó tres manos de celeste cielo.
Extendió una media sombra para protegerla de semillas de palmera, hojas y los
malignos algodones de los chopos.
Todos los días
sacudíamos la media sombra y la volvíamos a colocar. La llenamos y parecía
vasito. Le decíamos vasito cuando estaba transparente.
—El agua está
vasito pero no nos metamos, todavía hace frío y nos podemos agarrar cualquier
peste.
No pudimos
esperar y saltamos a la media sombra. Con nuestro peso llegamos al fondo. No
podíamos subir, nos envolvió la media sombra y quedamos atrapados en el fondo.
Encontramos dos pajitas de Martín y por allí respiramos.
Era imposible
subir juntos.
Los vecinos le
contaron al pintor.
—¡Pero cómo
hicieron eso! Las pajitas tienen ácido puro.
Nos asustamos
porque el ácido perforó los pulmones.
Cuando Martín se
dio cuenta que no tenía solución, nos empujó por la cañería de desagote y
salimos junto con el agua a la calle. Los que pasaban miraban los dos cadáveres.
La corriente se encargó de dejarnos en un pantano de tierra movediza. Fuimos
succionados hasta no quedar nada.
Martín fue hasta
el pantano. Escuchó una conversación lodosa y profunda:
—Yo te dije que
no le pagaras adelantado. Mirá cómo nos dejó!
—Me parece que
estamos muertos. Qué vamos a discutir, te invito a bucear por el barro, tal vez
encontremos una salida.

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