La Tía Clota
transpiraba, le caían gotas de la cara, las axilas, y me encargó que comprara
una pileta de lona. La llevé a su casa.
—¡Por fin tendré
un lugar para refrescarme!
A la semana me
llamó:
—Luisito, cuando
me meto se rebalsa y después queda casi vacía, pienso que es por mi gordura.
—No te preocupes
Clota, te construyo una de hormigón armado, le agrego una escalera así podés
nadar y te olvidás del verano.
Horadé la tierra
con una pala y después con una transcavator. Era tan profunda que parecía
llegar al centro de la tierra. Le pedí que bajara de peso para no quedar
atrapada en el fondo de un agujero negro y después no poder salir.
—¿Y con la lona
qué hago?
—La usás de
limpiapiés antes de tirarte en la otra.
Tía Clota se
estaba poniendo pesada. El aguante que tuvo su marido llegó a enfermarlo, Clota
lo demandaba todo el día.
—Eulogio, me
tiene que obedecer, para eso me casé con usted.
Ella venía de
familia de cavadores, tal vez fueron un ejemplo para mí. Me regalaban una pala
por año, llegué a tener cincuenta palas. La Tía Clota era una mujer testa ruda
y ambiciones absurdas. El día más caluroso del año la fui a visitar. La pileta
se llenaba lenta, tenía cinco centímetros de agua.
—¡Tía Clota!
¿Dónde estás?
Seguí el camino
de las ojotas abandonadas, el Lavapiés con las queresas flotando. Se había
tirado de cabeza desde el trampolín, parecía una x, los brazos, las piernas y
los ojos abiertos sin mirada.

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