Todos los
veranos íbamos a Chascomús con mis primos. Mis Abuelas vacacionaban allí. Era
una casa grande que tenía a María como Casera todo el año. Entrábamos gritando,
ella nos recibía siempre con el mismo batón, agrisado por el tiempo. No la
besábamos porque tenía lunares con pelo y pinchaban. El mal humor dibujado en
su cara sin dientes. Era tan flaca como un hilo. A los chicos nos hacían comer
aparte de los grandes. Tenían razón, éramos rebeldes y maleducados.
El fondo había
sido una entrada para coches de caballos. Quedaba un pedazo de tierra apisonada
con un largo cordel para la ropa, rodeada de alambre de gallinero. María tenía
media docena de pollos y un gallo copetón. Las Abuelas nos pedían que no
jugáramos allí. Lo prohibido siempre es una tentación. Mi primo Luis nos hacía
pasar por debajo del alambrado. María decía que bajo la tierra había un pozo,
sólo ella caminaba por ese lugar, le gustaba asustarnos.
Saltábamos y nos
reíamos hasta que el pozo se abrió. Primero cayeron los más grandes:
—Bajen, basta de
cobardía, no saben lo que se pierden.—Dijo Facu.
Bajamos todos y
el asombro nos sorprendió. Había una casa igual a la de arriba, la recorrimos y
llegamos a otra casa. Se escuchaban voces que nos indicaban la presencia de la
última casa.
Nos dio miedo
y subimos las escaleras hasta llegar a la superficie, mientras, María tendía la
ropa sin darnos ninguna importancia. Volvimos a la casa grande:
—Vengan chicos
que está la comida servida. —Dijeron nuestras Abuelas.
Tropezábamos
unos con otros, había frutillas con crema y tres botellas coca cola. Nos
vinieron a buscar mis Padres.
—Vayan a lavarse
las manos.
Por primera vez
les obedecimos.

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