Trabajaba en uno de esos lugares que parecen
ratoneras. Mi espacio era un escritorio del mismo tamaño de la computadora. Una
silla giratoria, expedientes apilados
para resolver en un día y en la jornada siguiente recibía otras pilas para
terminarlas en ese día.
Al lado tenía un compañero que hacía el
mismo trabajo. Él no resolvía ninguno de los expedientes, su pila tan alta llegaba
hasta el techo. Se me cayó la peineta al lado de su escritorio, me incliné para
levantarla y lo hicimos al unísono, nos chocamos las cabezas y nuestros ojos se
encontraron. Me enamoré de esos ojos y rogué que no se hubiera dado cuenta.
Hubo un “gracias” mío y un silencio suyo.
Cuando llegó la hora de la salida, el mejor
momento del día, irse, sentí una mano que se apoyó en mi espalda.
─Disculpá, fue sin querer.
Cuando volví a casa, todavía sentía el calor
de su mano. Un día me invitó a tomar un café y acepté, no pude emitir una sola
palabra. Él hablaba por mí:
─Me mata la rutina, ¿a vos no?
Contesté con un: “ajá” terminal.
Tiempo después volvió a depositar su mano en
mi espalda, de nuevo me estremeció. Subí a la terraza para fumar un cigarrillo.
Él apareció detrás de mí y prendió otro. Me parece que le gusto, pensé. Soñé
que me besaba. Marcábamos tarjeta los dos juntos, mientras caminábamos hacia
nuestras respectivas ratoneras, él dijo:
─¿Sabés lo que más me atrae de vos?, tu silencio.
Detesto las mujeres que hablan todo el tiempo como mi Hermana, no se detiene
nunca. Le conté de vos como ejemplo, por vez primera no dijo nada.
Mi problema era la anorexia para adelgazar.
Alguien me dijo que estaba blanca como un
papel, me desmayé. Él me besó la boca como nunca nadie. Cuando volví en mí,
apareció la Secretaria General del building. Sentí que volaba y le conté.
─Pichona, el haragán te hizo respiración
boca a boca y se fue. Creo que lo pasó a buscar alguien que dijo ser su mujer.

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