No aceptaban mayores de treinta y eran imprescindibles dos títulos universitarios, con visos académicos. Uniforme, cuello chino, falda bajo rodilla, tacos nueve y medio.
Esmé pasó por
todas las barreras curriculares. Le dieron una ratonera con una compu de veinte
años, inútil. Llevó la de su propiedad. Su velocidad feroz resolvió 150
expedientes en seis horas. Al año ocupaba el segundo puesto del Presidente
buildingista. Esmé no sonreía desde el alma como al principio, ahora dibujaba
un amague de comisuras altas. La Empresa consideraba imprescindible su
presencia y logros internegociados. Le pagaron una cirugía laseriana, para
detener el tiempo en sus 25. El Presidente fue desplazado, no recibió ni un
adiós indiferente. Fue nombrada Esmé, que conoció el mundo entero. La realidad
es que decolaba en las terrazas y departía en los últimos pisos de cada
building.
Salía airosa en
cualquier negociación. El viernes 6 de Enero corrió al ascensor y evitó el
eterno coro de hombres que siempre la acompañaban. La Planta Baja estaba
cerrada, intentó abrir alguna puerta, no había luz, una mano segura:
—Si me permitís.
Tenía traje de
pordiosero y la guió hasta la calle con un andar seductor distinguido, portaba
un perramus con una soga marcando la cintura. Tenía en manos una pátina de
mugre, uñas largas con negro por debajo, pantalones con dobleces mustios,
caminaba despacio, le chancleteaban las suelas de viejos mocasines. Ella se
dejó tomar el brazo y él, haciendo de chaperón gentil, le hizo recorrer lugares
desconocidos. Puentes con amantes furtivos, bares underground con bebidas
coloridas. Después de años sus risas fueron cataratas que aquel hombre, con
olor a oso, le arrancaba de las entrañas.
—“Para Esmé con
amor y sordidez”, es mi cuento predilecto, me lo regaló J.D.Salinger. Cuando
supe que ese era tu nombre...
—Sí, ya sé,
conocí a Seymour antes que todos.
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