Si lo veías de lejos, era una figura insignificante, con un cepillo ancho, pasando aserrín. A él le tenía que pedir las llaves. Cuando me acercaba, él ponía cara de asesino serial. Un gesto cruel en las comisuras de la boca y ojos de insecto imprevisible. Cuando era mi turno abrir tenía vértigo, el hombrecito tenía ganas de matarme, se lo vi en la cara, por el reflejo del vidrio me miraba y se agarraba del palo del cepillo como un cazador experto.
El turno de esa
mañana fue rápido, al llegar las llaves colgaban de una estatua de yeso, abrí,
no miré y cerré, faltaban dos horas para que llegaran los otros. Corrí el atril
oblicuo a la ventana y estaba él, agachado, limpiando con un cepillo corto los
zócalos del taller. Pude decir: “Ah y Buen día”. Me puse a pintar, mientras
pensaba que detrás estaba él, mirándome las piernas y cubriendo con su cuerpo
la salida. Usé la paleta más sucia de la tierra, el tipo no se iba. Ahora
lustraba las cuatro cerraduras, ahora se daría vuelta con un cuchillo y no lo
voy a permitir, ¿ahora se viene cerca de mis zapatos, reptando, hacia los
goznes de abajo? Perfecto, este viejo corta-cartón de hierro centenario se
desplaza como quien no quiere la cosa y cae en su espalda insignificante.
Me dejaron libre
enseguida, peguntas de rutina, soy actriz. Ahora, qué hijo de puta el director
¿cómo va a permitir asesinos seriales como personal de limpieza?
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