miércoles, 17 de abril de 2024

UNPLUGGED

   El traslado lo deprimió más aún. Un pueblo chico destilando odio en dosis evanescentes. Renunció, logró un cierto bienestar. Buscó cursos de algo, pero todos despedían olor a usado, desusado y aburrido. En la esquina de su casa, vio un cartel que lo inquietó: “Curso acelerado de Obviología”, escrito en letras góticas minúsculas. Hizo sonar la aldaba y una damisela, de sonrisa práctica, le dio la bienvenida. Una sala con olor a mandarina, un afiche de Los Beatles, un retrato de Juana Molina, tres gatos descansando en un sillón color malva, como los ojos de la profesora. Le dio vergüenza que la damisela lo hiciera sentar, le pareció que llevaba en su frente la frase “vengo a tomar el curso” o peor, que fuera una adivina-pensamiento.

   La profesora pidió que se relajara y tomara el sillón de los gatos, que lo habían dejado calentito. Los gatos se retiraron de mala gana al alféizar de la ventana. Salió una voz casi de niña:

   —No le pregunté su nombre, porque estoy segura que se llama Humberto.

   Él la miró con desconfianza.

   —¿Y cómo lo sabe?

   La damisela, con seguridad eminente, respondió:

   —¿Qué otro nombre puede tener usted, sino Humberto?...

   Él le dio la razón. Pensó hablar de su sospecha de adivina-pensamiento, pero calló por respeto a la profesión de la damisela.

   Ella se miró en un espejo, que sacó del bolsillo y arreglando unos rizos que escapaban a su cofia color sepia.

   —¿Humberto, cuál es mi nombre?...

   No quiso quedar como un alumno ignorante, inclinó la cabeza y contestó:

   —Su nombre es Prudencia.

Ella guardó el espejo en su pantufla derecha

   —¡Oh! Es usted un alumno con experiencia ¿Puedo saber si es natural o adquirida?

   Él se sintió complacido:

   —Es natural, lo único que adquirí en mi vida es la casita de acá enfrente, Srta Prudencia.

   —¡No sabe el peso que me saca de encima! Pensé que había otra persona que dictaba obviología. No es por soberbia, justo lo que salva mi unicidad es no tener competidores. Olvidé decirle que la clase empezó ni bien usted hizo sonar la aldaba.

   Humberto sintió toda su sangre en la cara, tal vez dijo cientos de obviedades, tal vez la damisela no lo quería de alumno por burro. Ella descubrió su sonrojo y recordó que faltaba quitar algunos tomates del huerto. Le propuso a Humberto que la ayudara. Él dijo: —¿Y la clase?

   Prudencia se acomodó la cofia y le entregó un canasto:

   —La clase se da en cualquier lugar y circunstancia, esto es lo bueno de las obviedades. Iría contra mis ideas la maestra y el escritorito ¿no le parece?

   Humberto miró la pantufla derecha de la damisela. Cada paso de ella, dejaba una gota de sangre. El espejo se había roto y Prudencia no se percató. Tomó coraje y le advirtió:

   —Señorita, usted se lastimó con el espejo que guardó en la pantufla.

   Ella, pálida, confesó que no quería mirar. Humberto le tomó la mano y acercó una silla, Prudencia temblaba, él quitó la pantufla. El espejo, partido en tres, cayó sobre el piso. Miró el pequeño pie lastimado y preguntó si no había DG6, ella, mirando hacia un aparador, lo señaló con un gesto, allí estaba. Le echó tres gotitas y usó su pañuelo para vendarla. Prudencia recuperó su color y ella misma sacudió la pantufla y sumergió el pie dentro.

   —No le doy las gracias porque sería una obviedad. Pero si usted mira bien de cerca mis ojos, verá que en ellos hay más agradecimiento que cualquier gracias con palabras.

   Humberto inclinó la cabeza a modo de despedida.

   —¿Seguirá mis cursos, Humberto?

   Preguntó con voz ingenua la damisela. Humberto acarició los tres gatos, juntó los tres pedazos de espejo y dijo que por supuesto. Cuando Prudencia quedó sola miró los tres gatitos y les habló en secreto. Les dijo que Humberto era tan bueno como obvio, que iba a necesitar muchas clases, obviamente.

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