El traslado lo deprimió más aún. Un pueblo chico destilando odio en dosis evanescentes. Renunció, logró un cierto bienestar. Buscó cursos de algo, pero todos despedían olor a usado, desusado y aburrido. En la esquina de su casa, vio un cartel que lo inquietó: “Curso acelerado de Obviología”, escrito en letras góticas minúsculas. Hizo sonar la aldaba y una damisela, de sonrisa práctica, le dio la bienvenida. Una sala con olor a mandarina, un afiche de Los Beatles, un retrato de Juana Molina, tres gatos descansando en un sillón color malva, como los ojos de la profesora. Le dio vergüenza que la damisela lo hiciera sentar, le pareció que llevaba en su frente la frase “vengo a tomar el curso” o peor, que fuera una adivina-pensamiento.
La profesora
pidió que se relajara y tomara el sillón de los gatos, que lo habían dejado
calentito. Los gatos se retiraron de mala gana al alféizar de la ventana. Salió
una voz casi de niña:
—No le pregunté
su nombre, porque estoy segura que se llama Humberto.
Él la miró con
desconfianza.
—¿Y cómo lo
sabe?
La damisela, con
seguridad eminente, respondió:
—¿Qué otro
nombre puede tener usted, sino Humberto?...
Él le dio la
razón. Pensó hablar de su sospecha de adivina-pensamiento, pero calló por
respeto a la profesión de la damisela.
Ella se miró en
un espejo, que sacó del bolsillo y arreglando unos rizos que escapaban a su
cofia color sepia.
—¿Humberto, cuál
es mi nombre?...
No quiso quedar
como un alumno ignorante, inclinó la cabeza y contestó:
—Su nombre es
Prudencia.
Ella guardó el espejo en su pantufla derecha
—¡Oh! Es usted
un alumno con experiencia ¿Puedo saber si es natural o adquirida?
Él se sintió
complacido:
—Es natural, lo
único que adquirí en mi vida es la casita de acá enfrente, Srta Prudencia.
—¡No sabe el
peso que me saca de encima! Pensé que había otra persona que dictaba
obviología. No es por soberbia, justo lo que salva mi unicidad es no tener
competidores. Olvidé decirle que la clase empezó ni bien usted hizo sonar la
aldaba.
Humberto sintió
toda su sangre en la cara, tal vez dijo cientos de obviedades, tal vez la
damisela no lo quería de alumno por burro. Ella descubrió su sonrojo y recordó
que faltaba quitar algunos tomates del huerto. Le propuso a Humberto que la
ayudara. Él dijo: —¿Y la clase?
Prudencia se
acomodó la cofia y le entregó un canasto:
—La clase se da
en cualquier lugar y circunstancia, esto es lo bueno de las obviedades. Iría
contra mis ideas la maestra y el escritorito ¿no le parece?
Humberto miró la
pantufla derecha de la damisela. Cada paso de ella, dejaba una gota de sangre.
El espejo se había roto y Prudencia no se percató. Tomó coraje y le advirtió:
—Señorita, usted
se lastimó con el espejo que guardó en la pantufla.
Ella, pálida,
confesó que no quería mirar. Humberto le tomó la mano y acercó una silla,
Prudencia temblaba, él quitó la pantufla. El espejo, partido en tres, cayó
sobre el piso. Miró el pequeño pie lastimado y preguntó si no había DG6, ella,
mirando hacia un aparador, lo señaló con un gesto, allí estaba. Le echó tres
gotitas y usó su pañuelo para vendarla. Prudencia recuperó su color y ella
misma sacudió la pantufla y sumergió el pie dentro.
—No le doy las
gracias porque sería una obviedad. Pero si usted mira bien de cerca mis ojos,
verá que en ellos hay más agradecimiento que cualquier gracias con palabras.
Humberto inclinó
la cabeza a modo de despedida.
—¿Seguirá mis
cursos, Humberto?
Preguntó con voz
ingenua la damisela. Humberto acarició los tres gatos, juntó los tres pedazos
de espejo y dijo que por supuesto. Cuando Prudencia quedó sola miró los tres
gatitos y les habló en secreto. Les dijo que Humberto era tan bueno como obvio,
que iba a necesitar muchas clases, obviamente.
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