Estoy cansada, muy cansada. Un Tío me regaló un pasaje de autobús con cama. Recorría pueblos coloniales con historias sobrecogedoras. (Perdón por la coincidencia de estas palabras.)
Lo único que
llevaba en la mochila, era un pijama y pantuflas. Cuando subí al autobús
encontré mi cama y dormí el cansancio acumulado. Cuando desperté íbamos por el
último pueblo colonial. Miré todo con los párpados inflamados. Era un pueblo
triste, de casas cerradas y ningún cristiano caminando por ahí.
En esa parada
subió una persona con cara de dormir. Hizo un chiste, que no hizo reír a nadie.
Eran pasajeros de sonrisa difícil. Preguntó dónde quedaba su cama. Justo al
lado de la mía. Se acostó con muchas ganas de dormir. Cuando llegó la noche
roncaba como un elefante. Al cabo de unas horas me preguntó:
—¿Me das tu
mano? La necesito para dormir. Una mano cálida que me haga soñar cosas lindas.
Yo se la di para
que no se sintiera solo. Sé lo que es extender una mano y no encontrar otra
mano, por mi historia anterior. No la cuento, es mejor olvidar. Este tipo me
inspiraba confianza y las manos se apretaron y durmieron lindo. Nos despertamos
con muchas ganas de seguir durmiendo. Nuestras manos estaban violetas de tanto
apretar. Con el primer rayo de sol, su mano apoyaba sobre mi teta izquierda y
la mía sobre su bragueta. Se escuchó una voz milicada:
—Bruselas, fin
de viaje.
Si sucedió algo
más yo no sé, bajé sola del micro y él no estaba o nunca existió. Estoy
cansada, muchísimo más cansada que cuando este viaje comenzó.
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