Las películas se
le mezclaban con los libros leídos, llegó a pensar que una película era la
adaptación de un libro o una obra de teatro, o algo escrito por él mismo.
Tenía un amigo
que podía escuchar sus desgracias con llamados a las tres de la mañana. Un
privilegio de pocos. Como el psicoanálisis que se ha convertido en la costumbre
de muchos.
Su Psi, dijo que
debía tener un orden de prioridades, lo llamó “artista” y él pensó que, por
suerte, lo ubicó en un cajoncito, era un buen lugar. Ordenó el cajoncito donde
había pañuelos de papel usados, lápices mochos, biromes vacías, chicles
masticados, broches partidos.
Siguió con la
biblioteca, ubicó los libros por abecedario. Limpió uno por uno. El escritorio
parecía decir “Ahora vengo yo”. Los cajones plenos de papeles usados y sin
usar, en una bolsa de residuos tiró todo lo inservible, entre ellos guiones
pretenciosos que se filmaron porque las personas, en general, son idiotas. Sacó
la aspiradora neumática y le dio con todo a las alfombras del escritorio.
Levantó la cabeza y las telas de araña parecían saludarlo. Él no tuvo piedad,
las chupó la aspiradora. La lámpara Tiffany que iluminaba el escritorio, después
de tantas esponjas, brillaba como si fuera nueva.
El resto de la
casa fue un martirio, con un final de “He cumplido”.
Convocó al Psi y
a su amigo, tres de la mañana.
El Psi, vino por
temor a perder un paciente, el amigo por afecto vitalicio. Ninguno pudo creer
que el mensaje para ambos era contarles que era feliz.
Tanto el Psi,
como su amigo, se pusieron de pie y sin saludar, se fueron.
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