miércoles, 24 de agosto de 2016

QUÉ GRASA, MAMITA


   Jamás pisé una peluquería. A la vuelta de casa había una, salía una mezcla de olor a flujo de mariposa, con químicos que no pude definir. En la esquina la Pescadería del Mar Muerto. No sabía cuál era el peor olor entre ambos negocios.
   Abrí la puerta de la peluquería y la dueña, entrada en años, con labios rojo fuego y la cabeza platinada. —¿Qué te querés hacer, mamita?
   Me pareció un infierno de mujeres chusmetas. 
   —Lavado de cabeza y un baño de crema.
   Apareció una señorita cuarentona, que con suavidad de geisha, me dio un baño de cabeza inolvidable.
   Luego, la crema derramada, tibia y con masajes, en el cuero cabelludo. Gorrito y al plato volador.
   La dueña metió de prepo mi cabeza en el monstruo que largaba calor. —Yo controlo el tiempo, mamita.
   Cuando se me hizo insoportable, salí por mis propios medios del cepolatón. —Con todo este calor, se me deben haber muerto los piojos.
   Ese comentario espantó a todas las clientes, huyeron con ruleros puestos, las tinturas se mezclaban en el piso.
   Apareció la señorita cuarentona y con su paciencia oriental me quitó piojo por piojo y aplicó un piojicida, con un enjuague importante.
   —Pasá por acá, mamita.
   Me metió la cabeza en el latón, —Vas a tener unos cuarenta y cinco minutos.
   La vieja carecía de compasión, quise quitarme el latón. Pero lo tenía incrustado en la frente. Pedí socorro y vino la ayudante geisha, me sacó de la dificultad, era tan piadosa, como perversa la vieja. Me condujo hasta una butaca con espejo, no pude creer lo que veía.
   Fue un cambio radical, o peronista, depende del punto de vista. El pelo caía lacio, espeso, como cataratas brillantes. Le pagué a la vieja, que dijo 
—Gracias, mamita.
    Y dejé a la geisha, en su bolsillo, una cifra equivalente a lo que me cobró la vieja. Me fui con la billetera vacía. Durante la comida con mi nueva pareja, movía el pelo tipo femme fatal. Manojos de ellos quedaban en mis manos, los dejaba en la servilleta faldera.
   Durante la ingesta del segundo plato, llevé mi cabellera hacia atrás y fue tanto lo que se desprendió, caía sobre mi espalda, tan notable fue que el mozo, con toda amabilidad, me hizo entrega de una cantidad considerable de pelo, que agregué a la servilleta. Mi nueva pareja no paraba de comer. Jamás me miraba a la cara. Sus ojos estaban en la comida. Aproveché la felonía para subir la capucha de mi campera y tomar un taxi derecho a casa. Corrí a mirar el espejo, cada mechón que agarraba, quedaba en mis manos, los uní a los de la servilleta. Esperé que la peluquería estuviera en su apogeo de botox y peinados gallináceos puticolores. Apareció la vieja labios rojo fuego.
   —¿Sabés porqué vuelvo, mamita? Me quemaste el pelo, vieja bruja, acá traigo tu obra, abrí la boca, mamita.
   Le puse el pelo que ella asesinó, creo que le llegó al estómago. Las clientas huyeron, es lo que mejor les sale, huir. Las del turno tarde sólo pudieron ver a la vieja, tirada en el piso, con muchos pelos largos que salían de su boca abierta. Llamé a mi nueva pareja, estaba comiendo chorizo con salsa de pelo. —¡Qué tipo chancho!   
                                     

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