Jamás pisé una
peluquería. A la vuelta de casa había una, salía una mezcla de olor a flujo de
mariposa, con químicos que no pude definir. En la esquina la Pescadería del Mar
Muerto. No sabía cuál era el peor olor entre ambos negocios.
Abrí la puerta
de la peluquería y la dueña, entrada en años, con labios rojo fuego y la cabeza
platinada. —¿Qué te querés hacer, mamita?
Me pareció un
infierno de mujeres chusmetas.
—Lavado de cabeza y un baño de crema.
Apareció una
señorita cuarentona, que con suavidad de geisha, me dio un baño de cabeza
inolvidable.
Luego, la crema
derramada, tibia y con masajes, en el cuero cabelludo. Gorrito y al plato
volador.
La dueña metió
de prepo mi cabeza en el monstruo que largaba calor. —Yo controlo el tiempo,
mamita.
Cuando se me
hizo insoportable, salí por mis propios medios del cepolatón. —Con todo este
calor, se me deben haber muerto los piojos.
Ese comentario
espantó a todas las clientes, huyeron con ruleros puestos, las tinturas se
mezclaban en el piso.
Apareció la
señorita cuarentona y con su paciencia oriental me quitó piojo por piojo y
aplicó un piojicida, con un enjuague importante.
—Pasá por acá,
mamita.
Me metió la
cabeza en el latón, —Vas a tener unos cuarenta y cinco minutos.
La vieja carecía
de compasión, quise quitarme el latón. Pero lo tenía incrustado en la frente.
Pedí socorro y vino la ayudante geisha, me sacó de la dificultad, era tan
piadosa, como perversa la vieja. Me condujo hasta una butaca con espejo, no
pude creer lo que veía.
Fue un cambio
radical, o peronista, depende del punto de vista. El pelo caía lacio, espeso,
como cataratas brillantes. Le pagué a la vieja, que dijo
—Gracias, mamita.
—Gracias, mamita.
Y dejé a la
geisha, en su bolsillo, una cifra equivalente a lo que me cobró la vieja. Me fui
con la billetera vacía. Durante la comida con mi nueva pareja, movía el pelo
tipo femme fatal. Manojos de ellos quedaban en mis manos, los dejaba en la servilleta
faldera.
Durante la
ingesta del segundo plato, llevé mi cabellera hacia atrás y fue tanto lo que se
desprendió, caía sobre mi espalda, tan notable fue que el mozo, con toda
amabilidad, me hizo entrega de una cantidad considerable de pelo, que agregué a
la servilleta. Mi nueva pareja no paraba de comer. Jamás me miraba a la cara.
Sus ojos estaban en la comida. Aproveché la felonía para subir la capucha de mi
campera y tomar un taxi derecho a casa. Corrí a mirar el espejo, cada mechón
que agarraba, quedaba en mis manos, los uní a los de la servilleta. Esperé que
la peluquería estuviera en su apogeo de botox y peinados gallináceos
puticolores. Apareció la vieja labios rojo fuego.
—¿Sabés porqué
vuelvo, mamita? Me quemaste el pelo, vieja bruja, acá traigo tu obra, abrí la
boca, mamita.
Le puse el pelo
que ella asesinó, creo que le llegó al estómago. Las clientas huyeron, es lo
que mejor les sale, huir. Las del turno tarde sólo pudieron ver a la vieja,
tirada en el piso, con muchos pelos largos que salían de su boca abierta. Llamé
a mi nueva pareja, estaba comiendo chorizo con salsa de pelo. —¡Qué tipo
chancho! 
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