Señaló un lugar,
como hacía siempre, elegía con los ojos cerrados un destino interesante. Sus
padres le regalaron un Bull-terrier, con una cadena pesada, tenía cuatro meses.
Sus verdaderos dueños fueron de viaje a Nueva Zelanda y dejaron a Bull en casa
de sus amigos.
Alba no salía a
ningún lado sin su perro. Los padres encantados porque el perrito, era una
compañía y una defensa. Alba le compró una soga de colores fluorescentes, la
cadena la tiró a la mierda. Bull le daba hocicazos en la cara para agradecer.
Cuando retornaba a su casa, Alba escuchaba desde la esquina los gritos de sus
padres. Ella estaba acostumbrada, era el idioma del enojo permanente, la música
pesada de una familia dislocada. Regresó tarde, con Bull, que le prohibían entrar
a la casa. Ella tenía su habitación como cola de barrilete, donde terminaba la
casa. Lo hacía entrar por un ventanuco y dormían juntos.
Los padres
hacían caso omiso del comportamiento de su hija, les importaba más discutir.
Había una plaza tan arbolada que rozaba la cabeza de Alba, les gustaba la plaza
de noche, sentían que las hojas encerraban fantasmas y corrían entre ellos.
Si alguien
caminaba hacia su dueña, Bull se ponía al lado y gruñía bravo, pero era santo.
La noche que
fueron a las vías fuera de servicio, Alba tropezó con un durmiente y quedó
inconsciente. Fue el perro, que tarascando parte de sus ropas, la llevó en la
dirección correcta. Arrastró su cuerpo por piedras molidas, subió una escalera
con ella a rastras. Luego encontró una calle de adoquines y más tarde, unos
alambrados de púas, no tuvo otra que romper los vaqueros, para apartar los
alambres. Alba se despertó poco a poco, tenía sangre en todo el cuerpo y la
ropa hecha girones. Bull pasando la lengua limpiaba sus heridas. En la esquina
escucharon gritos de los padres, en sus discusiones babilónicas. Ella decidió
ir a una guardia, curaron sus heridas. Bull esperó afuera. Salió vendada y bien
despierta. Abrazó a Bull.
Al perro se le ocurrió una idea, caminó
delante de ella. Alba lo siguió, Bull moviendo la cola, levantó el felpudo de
una casa lujosa. Había una llave, Alba abrió y se metió Bull.
Ella durmió en
la cama de dos plazas y él sobre almohadones.
Lograron una
casa propia. Donde vivía Bull antes de conocerla. Sus primeros paseos fueron
por el bosque que rodeaba la casa, sentían los fantasmas que rozaban sus
cabezas.
La gente de Nueva Zelanda no regresó nunca. 
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