jueves, 15 de diciembre de 2016

ALBA BULL


   Señaló un lugar, como hacía siempre, elegía con los ojos cerrados un destino interesante. Sus padres le regalaron un Bull-terrier, con una cadena pesada, tenía cuatro meses. Sus verdaderos dueños fueron de viaje a Nueva Zelanda y dejaron a Bull en casa de sus amigos.
   Alba no salía a ningún lado sin su perro. Los padres encantados porque el perrito, era una compañía y una defensa. Alba le compró una soga de colores fluorescentes, la cadena la tiró a la mierda. Bull le daba hocicazos en la cara para agradecer. Cuando retornaba a su casa, Alba escuchaba desde la esquina los gritos de sus padres. Ella estaba acostumbrada, era el idioma del enojo permanente, la música pesada de una familia dislocada. Regresó tarde, con Bull, que le prohibían entrar a la casa. Ella tenía su habitación como cola de barrilete, donde terminaba la casa. Lo hacía entrar por un ventanuco y dormían juntos.
   Los padres hacían caso omiso del comportamiento de su hija, les importaba más discutir. Había una plaza tan arbolada que rozaba la cabeza de Alba, les gustaba la plaza de noche, sentían que las hojas encerraban fantasmas y corrían entre ellos.
   Si alguien caminaba hacia su dueña, Bull se ponía al lado y gruñía bravo, pero era santo.
   La noche que fueron a las vías fuera de servicio, Alba tropezó con un durmiente y quedó inconsciente. Fue el perro, que tarascando parte de sus ropas, la llevó en la dirección correcta. Arrastró su cuerpo por piedras molidas, subió una escalera con ella a rastras. Luego encontró una calle de adoquines y más tarde, unos alambrados de púas, no tuvo otra que romper los vaqueros, para apartar los alambres. Alba se despertó poco a poco, tenía sangre en todo el cuerpo y la ropa hecha girones. Bull pasando la lengua limpiaba sus heridas. En la esquina escucharon gritos de los padres, en sus discusiones babilónicas. Ella decidió ir a una guardia, curaron sus heridas. Bull esperó afuera. Salió vendada y bien despierta. Abrazó a Bull.
    Al perro se le ocurrió una idea, caminó delante de ella. Alba lo siguió, Bull moviendo la cola, levantó el felpudo de una casa lujosa. Había una llave, Alba abrió y se metió Bull.
   Ella durmió en la cama de dos plazas y él sobre almohadones.
   Lograron una casa propia. Donde vivía Bull antes de conocerla. Sus primeros paseos fueron por el bosque que rodeaba la casa, sentían los fantasmas que rozaban sus cabezas.
   La gente de Nueva Zelanda no regresó nunca.   
                                                           

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