Una mesa de
cuatro amigas.
Cuatro celulares
y llaman los cuatro, llega la amiga número cinco, ella dejó su celular entre
almohadas. Dice —¡Hola! Por fin hablaremos sin interferencias.
Se sienta a la
mesa, se corren las sillas y las cuatro amigas hablan con personas o algo
parecido a eso. La quinta se enoja —¿No era que nos íbamos a contar cosas?
¡Apaguen los celulares!
No sé qué les
pasa, si les pasa, no lo puedo impedir con argumentos que no escuchan. Si me
voy sería un alivio para todas. Voy por el tercer café y no cortan. No existo
para mis cuatro mejores amigas. Parto sin saludar, ninguna me ve. Yo quería
contarles del novio que no está más, del laburo perdido y qué suerte que están
mis padres, después de todo.
Ni ganas de
prender las luces, me manejo bien en lo negro. Entro a la pieza, me acuesto con
mi camisón andrajo. Meto la mano bajo la almohada y toco el celular, llamo a
una de mis cuatro amigas. Ahora me escucha —Te quería decir que hoy…
Dice que la
perdone, pero necesita leer un mensajito que le llegó ahora.
Voy hasta el
balcón, la luna blanca, gorda y sola. Igual a mí. Ella no tiene celular. Está “bendita”.
Por allá, no hay señal.
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