Soy la persona menos importante que conozco.
Para los otros carezco de importancia, no debería asombrarme, hasta para mi
madre carecía de importancia. Mi padre era viajante de comercio, venía una vez
por mes.
Cuando llegaba me levantaba, besaba mi vestido
en vez de mi mejilla. Aparecía mi madre, me largaba al piso y corría a darle un
abrazo. Fueron las improntas que me hicieron, desde el Jardín de Infantes,
rodar por escaleras, si alguien se percataba, miraba sin ver, no tenía
importancia. Cuando mis padres me dejaron deudas como herencia, las pagué con
mi aspecto desamparado.
Producía corrientes polares repentinas, en
ámbitos cerrados, en ocasiones las sillas se desarmaban solas y los demandantes
caían hacia atrás y desmayaban, hasta un abogado se descaderó. Pensaron que era
dueña de una vibreta tanática. Dispensaron mis deudas, que ni siquiera eran
mías y me regalaron seis medialunas y un café con tapa. Mi casa estaba
embargada, dormía en la casilla del perro hecha un rollo, jamás pasé frío. Cuando
llegó la primavera pesaba treinta kilos, me alimenté con los restos que dejaba
el perro. Salí a buscar trabajo con mi vestido gris de cuello de piel gris, mi
color de piel color asfalto, encontré unas botas sin suela en un contenedor. Me
miré en una vidriera, casi ni me encuentro, parecía una hoja seca que el viento
trasladaba.
Tenía frío en las manos. Buscaba
aglomeraciones para esconder mis manos en bolsillos ajenos. Encontraba calor
por unos segundos, cuando el bolsillo se iba me quedaban pegadas billeteras,
monedas, un calzón, en un bolsillo masculino, me vino bien, tenía puesto uno
todo roto, en cambio éste era de puntillas rojas.
Dos pasajes a Praga salieron de un bolsillo
de piel, medio sánguche de milanesa y lo comí en el cordón. Los transeúntes me
pasaban por al lado saltando como si yo fuera un desperfecto en las baldosas.
Mi falta de importancia me hizo dormir en hoteles de habitaciones VIP. Comía en
los mejores restaurantes, nadie me veía, carecía de existencia. La tristeza
quedó atrás, ahora podía tomar del mundo lo que quisiera. Estoy en el avión que
se dirige a Praga. Carezco tanto de importancia que nadie me pidió pasaporte.
En un Café, donde solía concurrir Kafka, toma
asiento un hombre alto y flaco. Me dice que se llama Franz, tiene voz de seda y
quiere acompañarme a ver los lugares donde escribió su tatarabuelo.
Voy mirando nuestro reflejo en los
cristales, somos iguales, él es un hombre que pasa desapercibido y carece de
importancia. 
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