Dulcinea Del
Todobolso andaba perdida con una ristra de bolsos, en medio del desierto.
Llevaba tres árabes custodios. Descansaron en un oasis palmeroso. Ella dormía
sola.
Temía a sus
propios custodios, aquellas miradas de codicia, que obedecían sus órdenes. Así
fue cómo daban vueltas en redondo. Dulcinea tenía predilección por el árabe
color berenjena, el que señalaba los puntos cardinales y sugería caminos
inciertos.
Los otros dos
llevaban los bolsos, que aumentaban de peso bajo el sol que atravesaba la
cabeza de todos. Divisaron en el horizonte siete camellos montados por árabes.
Pensaron en un espejismo, hasta que el sol iluminó dientes de oro que los
enceguecieron, era la famosa sonrisa arábiga, signo de bienvenida. Ofrecieron
tres camellos para la carga y uno para Madame, que caminando era una carga. Se
saludaron entre ellos como viejos conocidos. Dulcinea Del Todobolso inclinaba
la cabeza ante cada uno. Al cabo de 2 km se encontraron con un palacio estilo
Taj Mahal, rodeado de un muro de setenta
metros de altura. Se abrieron las puertas y pasó ella primero. Cerraron y los
árabes, sus camellos y los bolsos, quedaron fuera. Trotaron por un camino
oculto y desaparecieron tras un médano tan largo como la Muralla China. Ella se
alegró, no toleraba más el olor a sudor, a pis y caca, que provenía de sus
custodios.
La bañaron en
leche de cabra, le cambiaron la ropa, por una capa de Reina. Cuando Dulcinea
Del Todobolso bajó las escalinatas de mármol transparente, los Ministros,
Gobernadores, Intendentes, Prelados y Pelados, reclamaron los bolsos, dijo —Soy
tan distraída, siempre estoy en otra cosa, los olvidé en los camellos, pero
está todo bien, fueron mis acompañantes de esta peregrinación. Se merecían una
buena propina.
Nadie pudo
emitir sonido, a excepción de un Gremialista —Con todo respeto, Señora Dulcinea
Del Todobolso, ud. es más estúpida de lo que imaginamos.
Ella se arregló
las pestañas implantadas —Es cierto, estoy cada día más estúpida, por eso la
gente requiere mi presencia. 
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