Si la vida
comienza a los once años, Timo y Bobby se conocían de toda la vida. Sin mirarse
sabían qué hacer, cómo y porqué. La historia se puso densa cuando Bobby
distraía al carnicero, con el fútbol del fin de semana, le pidieron bifes de
lomo. Timo empujó, sin querer, el dedo del carnicero. Vino la Policía y una
Ambulancia, se juntó todo el barrio, ellos desaparecieron sin ser vistos. No le
pudieron pegar el dedo, quedó de cuatro. Volvió a sus tareas, vendía carne
vieja, dura y negra, a precios tan altos, que la gente compraba bofe, mientras
quedaban hipnotizados con los chinchulines que colgaban de un alambre.
Los padres de
Timo y Bobby murieron en el incendio de la Tabacalera. Allí se conocieron, se
hermanaron y vivieron en la casa de los padres de Timo. Al tiempo fueron
convocados por un Juez de Menores. Les informaron que serían adoptados, por una
persona de bien: el carnicero.
Se hizo presente
de inmediato —¿Vos no pensás que sabe quiénes somos?-Dijo Bobby-.
El carnicero los
miró con detenimiento paternal. Los llevó a su casa, buen jardín, buena pileta
y un dormitorio. Había tanto silencio que se les pegaron los ojos. En mitad de
la noche, el carnicero les llevó un vaso con agua para dormir mejor, los arropó
y se fue.
Escucharon
ruidos en la cocina, a cubiertos, monólogos murmurados. Les daba miedo, igual
durmieron profundo.
Cuando dio la
luz en la cama de Bobby, gritó como perro, tenía la mano vendada y bajo la
almohada, medio dedo envuelto en gasas. Entró el carnicero con una sonrisa de
poco diente —Vuestro futuro padre, que soy yo y seguiré siendo yo, practico la
religión del ojo por ojo, diente por diente y dedo por dedo. 
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