martes, 10 de julio de 2018

AD HONOREM



   —Creo haberte contado los suicidios en todas las generaciones de mi familia. Encontré un libro de páginas amarillas, donde letras negras parecían incrustarse en una hepatitis efe. Un muñeco flaco, de cabeza más grande que el resto, sobrevivió a un incendio, donde no quedó nadie. Algo sí, el espectro de mi Abuelo, como las flores que se guardan entre hojas.
   ¿Escucha? —No te cortes las uñas, me duele tu distracción, lo digo para que tu atención sea válida.
   Tiene sangre un dedo, por cínica. —Tengo veinte años y me parezco a un fósforo de madera con cabeza roja. Me adelanté a los acontecimientos, me pasa siempre y vos te enterás antes que suceda. No hay sorpresa, ni asombro, ni curiosidad. Se acerca un hombre sin noticias, la síntesis del ignorante. Sin noticias es más digno. Me mira y le parezco ideal para su asesinato, el más común.
   Se ríe, y es serio: —Ponete una curita y no te duele más, pero prestame el oído.
   Ella se miró el dedo: —Te escucho, pero la que tiene que hablar sos vos, sé más precisa en lo sucedido.
   No le reclamo nada, necesito contar.
   —Agarra mi cuerpo flaco y aprieta mi cabeza contra la caja, me la quema, sigue con ese juego enfermizo, deja que la llama ande por el resto de mi cuerpo. Se pone contento como los idiotas, le ganó al fuego.
   Ella trae un espejo: —¿Ves?, no te quemó la cabeza, mirate.
   No me entiende: —Ese infeliz, pequeño homicida, me quemó la cabeza, me bajó al cuerpo la calentura de sus mentiras.
   Estoy cansada de atender locas sin remisión, como ésta y vienen de lunes a sábado. Son treinta y seis pacientes, que me queman la cabeza.

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