—Creo haberte
contado los suicidios en todas las generaciones de mi familia. Encontré un
libro de páginas amarillas, donde letras negras parecían incrustarse en una
hepatitis efe. Un muñeco flaco, de cabeza más grande que el resto, sobrevivió a
un incendio, donde no quedó nadie. Algo sí, el espectro de mi Abuelo, como las
flores que se guardan entre hojas.
¿Escucha? —No te
cortes las uñas, me duele tu distracción, lo digo para que tu atención sea
válida.
Tiene sangre un
dedo, por cínica. —Tengo veinte años y me parezco a un fósforo de madera con
cabeza roja. Me adelanté a los acontecimientos, me pasa siempre y vos te
enterás antes que suceda. No hay sorpresa, ni asombro, ni curiosidad. Se acerca
un hombre sin noticias, la síntesis del ignorante. Sin noticias es más digno.
Me mira y le parezco ideal para su asesinato, el más común.
Se ríe, y es
serio: —Ponete una curita y no te duele más, pero prestame el oído.
Ella se miró el
dedo: —Te escucho, pero la que tiene que hablar sos vos, sé más precisa en lo
sucedido.
No le reclamo
nada, necesito contar.
—Agarra mi
cuerpo flaco y aprieta mi cabeza contra la caja, me la quema, sigue con ese
juego enfermizo, deja que la llama ande por el resto de mi cuerpo. Se pone
contento como los idiotas, le ganó al fuego.
Ella trae un
espejo: —¿Ves?, no te quemó la cabeza, mirate.
No me entiende: —Ese
infeliz, pequeño homicida, me quemó la cabeza, me bajó al cuerpo la calentura
de sus mentiras.
Estoy cansada de
atender locas sin remisión, como ésta y vienen de lunes a sábado. Son treinta y
seis pacientes, que me queman la cabeza.

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