Los domingos me
pongo el delantal, los zuecos de madera y el pañuelo rojo a lunaritos, les
grito a los chicos: —No quiero oír volar una mosca.
Así era el
introito para bajar la araña de caireles, la plata lustrada con Brasso y los
bronces con no sé, igual que los cobres, no sé qué les ponía. Un día se
vinieron los caireles sobre la mesa y ruidos de cristales que estallaban, yo
gritaba y mi hijo mayor, el cinéfilo, me decía en el oído: —Es la Revolución
Rusa, una imagen que recortó Einsestein, para una película rusa que hizo
estallar por fin al Gobierno de los Zares. Nadie se dio cuenta que era el
principio del fin o el medio del acorazado Potemkin.
Me sugiere que
vea aquellas películas, antes que desaparezcan. Le digo: —Con el laburo que me
dan ustedes, no pude mirar ni La Dolce Vita, donde aparece la tía Nelly, hizo
un bolito, apenas dijo: “Sì”. Y me la perdí.
—Yo me ofrezco
para ayudar y me cerrás la puerta del comedor en la nariz, mirá, antes era
respingona y ahora es chata.
No sé cómo
decirle que prefería su nariz chata, como la de su padre. Era tan bueno, tenía
un ángel que vivía en su cara desde niño y en todas sus acciones. Su defecto
mayor, fue dejarnos cuando más lo necesitábamos. Le dio un infarto al enterarse
que a nuestra hija, Juana, le cayó un macetón de un piso 14 y no hubo nada que
hacer. Menos el domingo, que imito a mi
madre, en sus gloriosas: “Limpiezas generales”, los demás días me acuesto en la
cama, mirando el techo y dibujo el jardín, los chicos jugando al vale todo, el
humo que sale de la pipa de mi marido, que desde su hamaca me guiña un ojo, Juana
se sienta en el escalón y estudia, el viento le vuela las hojas…
—Mamá, arriba!,
te hice tu comida prohibida: huevos fritos con papas fritas.
Yo no tengo
ganas, prefiero seguir dibujando el techo, aunque el techo no me alcance.

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