Lo instalaron en
un barrio pesado, lo dispuso el municipio, porque un circo, emanaba un olor
feíto, parecido a la bosta, al estiércol. Lo consideraban un espacio ordinario,
contrastando con sus magníficos teatros de cuarta. Recorrí la zona en bici y sí,
los autos y camiones me pasaban filoso. Llegué y asistí a las voces que
colocaban la estructura, estiraban las lonas desvaídas, las sogas tenían un orden
propio. Hombres y mujeres construían un edificio inmediato.
Me metí a
preguntar y un señor me detuvo:
—¿Tenés cámara?
Dije que no. —Entonces
borrate. Sos un impedimento, pibe, a no ser que quieras darte un baño de
transpiración ajena.
—No nos
presentamos, mi nombre es Darío, ¿el suyo?
Le lloraban los
ojos por el sudor salado que le caía de la frente.
—Rigoberto, sin
guita.
Largó una
carcajada sin dientes y secaba su cara con un trapo sucio.
—Le vengo a
hacer una propuesta. Tengo una camioneta con altoparlantes que no dejan dormir
siesta, si a Ud le conviene Rigoberto, yo le puedo hacer cuatro pasadas por día
anunciando su espectáculo.
Se puso serio. —Mirá, pibe, acá tenemos una
chata destartalada con un altoparlante roncador, acepto tu oferta. ¿Darío te
llamás? Sí, me acuerdo. Date una vuelta mañana temprano y te doy un toco de
papeles de propaganda, ¿estamos?
Cacé la bici y
al día siguiente admiró mi camioneta disfrazada de nueva. Me invitaron a comer
en una mesa larga, con treinta personas de cada lado. Había guiso de lentejas,
con papas y cubitos de chorizo colorado. Dos garrafas de tinto berreta, pero
yo, que soy un tipo frío y la ternura no me habita, me emocioné con ese clima
solidario antiguo y el trato que me dieron. Cuando subí a la camioneta, estaba
ya arriba, curtiendo la blandura contenciosa de esa gente.
Mi viejo puso
cara de orto, porque falté quince días, no le laburé en la carpintería
familiar. No solamente recorrí la ciudad, sin grabación, al grito propio. Fui a
todas las AM y FM que conocía y relaté el trabajo monumental de aquella gente y
los ensayos de espíritu que parecían decir “Yo a Uds les daré lo mejor.”
Brindé otro tipo
de ayudas, como entretener un elefante y un león, parecidos a la tristeza, pero
tal vez por eso, que también tengo yo, aceptaban mis caricias. Yo les llevaba
comida, colaboraba mucho la gente “picante”, más generosa que la iglesia.
Los últimos días
sufrí porque se iban ellos, los animales y una contorsionista, con la cual
tomábamos distancias prudentes, total si después no nos veríamos más.
Rigoberto juntó
buen dinero, el loco me quería pagar, le dije que no, le quise explicar sus
devoluciones, pero no me entendió un carajo. Los abracé uno por uno, me dolía
el cuerpo después y me gustó que doliera. Prendí un pucho y los vi marchar
hacia el Este. Los tapó mi propio humo y la tierra. Me cayeron lágrimas por el
humo y la tierra que me entraron en los ojos. Guarda.
Ya en casa
abracé a mi viejo. —Rajá de acá, Darío, andá bañate, tené un olor a chivo,
despué hablamo.

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