La vi parada
ahí, como los Beatles en nuestros ayeres. Cuando la descubrí en el Subte
descarrilado, en medio de gritos, confusiones, tragedias, a un paso de ella,
huérfana, como antes era un aura. La rodeaban sus propios brazos y piernas,
teniendo la mano arrastrando un viejo, un chico en la mochila, todos sus
esfuerzos tomados por enfermeros socorristas que preguntaban:
—¿Son sus
parientes?
Y ella decía que
no, con la dificultad de callar que todos éramos parientes cuando el desastre
se abalanza. Quedé paralizado al final de la escalera, la tomé del brazo, sentí
en ella un borde desmayado.
Caímos en un Bar
y las sillas, nuestro primer descanso, el de ella fue el silencio. La contradicción
estaba puesta en mi entusiasmo inmediato a la tragedia. La quise recuperar,
como en otro tiempo decidimos perdernos de nosotros. Nunca tuve una relación de
pensamientos coincidentes, donde las ideas se nos adelantaran y quererlas como
a hijos, cuidando que crezcan juntas.
Y se amaron
nuestras mentes y luego nuestros cuerpos. Ella tomó cuenta de mi mirada y como
se dice de los que van a morir, sus ojos pasaron por mis traiciones, perdonadas
con nobleza y reiteradas con cinismo.
Se levantó
entera y mientras daba su primer paso, remitió un merecido y salvaje: —Esto, es
lo último.

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