Atribuyó sus
dolores a las comidas desordenadas, con entremeses de chocolates, sin final.
Los días de Colegio le daban náuseas y sentía dobleces bajo su ombligo. Sus
pechos se agrandaban y hasta aumentaba de peso. Le parecía que un monstruo le
había ocupado el cuerpo. No tenía angina, ni gripe, aunque alguna vez el
incremento de granitos le hizo sospechar una eruptiva. La Madre y sus trajines
no le daban tiempo a mirar su hija. Ella prefería que lo ignorara, temía ser el
mensajero de alguna desgracia inminente.
Estudiaba en el
sillón más mullido del living, el preferido familiar para todo servicio.
Pasando lectura a los pintores expresionistas, sintió que algo se desprendía de
entre sus piernas y miró, era pis rosa que salió sin aviso, luego mudó a un
rojo bordó y en segundos, sangre, atravesó su ropa y dibujó un círculo en el
almohadón. Llamó a su Madre, cual si el mismísimo diablo se hubiera hecho
presente. Premoniciones hicieron que la Madre le abrazara las espaldas y la
condujera al sanitario: —¿Preferís que te higienice yo, o vos solita?
Ella tenía las
mejillas rosas y su Madre, de espaldas, por primera vez se emocionó.
—¿Y ahora, cómo
detengo esto, Mami?
Le alcanzó
apósitos que la niña arregló con un conocimiento atávico, agradeció sus
calzones nuevos, elastizados, regalo de su Madre.
—Ahora recostate
en tu cama, que te llevo una pastillita, con un té, que aliviará tus intensos
dolores. Yo me acuerdo todavía…pero en tres días pasará todo, mi amor.
La niña se
preguntó: “Si ella sabía, ¿por qué nunca me contó nada?”
Vinieron sus Tías
y la felicitaron: —Ahora sos señorita, ¡qué lindo, pichona! ¡Qué lindo!
Ante su
algarabía, huyó a lo de sus primas. Era la cosa más humillante que le pasó en
la vida. El almohadón lo limpiaron, pero quedó un espectro circular. Un día,
una de sus hermanas tuvo una idea genial, lo dio vuelta.

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