Primero lo
esperaron con desesperación, después con muchas ganas que volviera, luego sólo
lo esperaban, más tarde lo recordaban sólo cuando pasaban por la foto del
comedor. Germain Refollé fue el encargado de cobrar una herencia importante en
Argelia. Toda su familia era oriunda de Marsella. Consideraban que Germain era
el más cuidadoso y astuto. Años transcurrieron y no supieron más de él. Hubo
noticias, que había muerto en un episodio confuso. Se hicieron presentes
quienes decían haberlo visto en mercados exóticos, vendiendo piedras preciosas,
otro contó que era el dueño de un bar, con siete camellos donde los paseos a
turistas se les cobraba.
Apareció una
señora elegante y pidió hablar con el responsable de la familia. Entró el
padre, la madre y los hijos, adujeron que todos se hacían responsables. La
señora elegante, con voz de haberse fumado la vida, aseguró haber estado con
Germain Refollé en Barcelona, tomando unas copas y él relató sus viajes y
negocios. De amores no habló, él era educado. Viajaron juntos, pura
coincidencia. Le contó a la dama que debía partir a Marsella, tenía deudas
familiares que debía reparar.
Cuando llegó a
la casa produjo más asombro que afecto. Confesó sus aventuras y desventuras,
para volver a su querida familia. Cuando cobró la herencia, tuvo ganas de
recorrer el mundo y no pudo contenerse. Cada lugar fue una historia diferente.
Sentía como haber vivido muchas vidas. Fueron siete años, donde hizo crecer la
herencia siete veces, quería devolver, con intereses, lo que les correspondía.
La madre lo abrazó diciendo que el dolor era su ausencia, el dinero no
importaba. El padre y los seis hermanos fueron un solo grito:
—¡No! ¡No! ¡No!
El dinero nos corresponde y aceptamos.
Un coro
disparatado, que luego de libar, inventaron una Villa para todos. Hablaron de
autos, de viajes, de vestidos, trajes y pelucas. Germain pensó que las fortunas
vuelven tontas a las personas, su familia incluida. Le gustó la sopa. Mucho.

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