La encontraron
cuando el mar calmó, tenía los pies sujetos a la tierra. Estaba separada del
continente por seis kilómetros. La isla se llamaba “Boca de la travesía”.
Vivían pocas familias, se sostenían de la pesca y alguna verdura que soportara
los vientos.
Tía Ale, en ese
tiempo, joven y con ocho hermanos, era la encargada de llevar los chicos a la
Escuela. Se levantaban temprano para saber si el mar estaba tranquilo o
indignado. De acuerdo a eso, un bote grande, con motor y remos varios que se
usaban cuando se enfermaba el motor. Había un muelle donde los Maestros los
esperaban y ellos permanecían hasta que los fueran a buscar. Ale también iba,
le tenía miedo al mar. La Abuela los esperaba en el otro muelle. Andaba en
silla de ruedas, preparaba la comida y extrañaba sus nietos, las risas, cuando
jugaban a llevarla en silla de ruedas a recorrer la isla.
Un amigo de Ale
la visitaba y le mostró la última escultura que había hecho en madera. Ella le
traía troncos de lenga cuando iba al continente. Fueron amigos, nunca novios.
Ale le sostuvo una madera de forma caprichosa, él lastimó una de las manos de
ella, no tenía nada cerca y usó su boca para limpiar la herida. Ale suspiró y
el amigo, con ojos imprevistos, le propuso casamiento hacia fin de año. Ella
salió corriendo y le gritó: —Sí!!, para mí es un honor.
Uno de los
hermanos, hizo de sacerdote, una cabaña rústica, techada y hecha por el novio, sería
su vivienda.
Juraron quererse
hasta la muerte, que quedaba lejos, por suerte. Esa noche el mar enfureció, con
vientos y olas inmensas, cubrió la isla y todo lo que en ella vivía. Boca de la
Travesía quedó bajo las aguas, el duelo del continente no tenía consuelo. Un
pescador encontró la perfecta figura de Ale, de pie, saludando con una mano en
alto, estaba pegada a lo que fue su tierra.
Todo el pueblo
llegó a las orillas, tan luego ella sobreviviente, la más buena, la más
hermosa.
Se acercaron
algunos botes. Era una Ale tallada en madera, no pudieron despegar sus pies.
Una mañana la escultura desapareció, nadie le encontró explicación. A partir de
ese día, todos, al atardecer, salían a mirar el horizonte del mar, con
esperanza de niños, querían ser benditos por aquel saludo inefable.

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