Preparó una mesa
para veinticuatro personas. Nunca festejó su cumpleaños, hacía tiempo que
estaba ausente de todo. Los cincuenta, como buena numérica, eran medio siglo.
Invitó a sus
hermanos y cuñadas, no conocía sus sobrinos, por eso no fueron. Lo decidió
ella, gente desconocida no quería. Al tío Alberto, que murió, pero ella no
sabía. Las tías del olvido, vivían en la misma casa de siempre y recibieron la
invitación. Tres amigas de la infancia, que nunca volvió a ver. A los
respectivos maridos de sus amigas, no los invitó porque no los conocía y no le
gustaba festejar con desconocidos.
Ella misma hizo
la comida, una ensalada waldorf, costillas de cerdo con puré de ananá y papas
con mayonesa casera, si se le cortaba trasladaba una cucharadita a otro plato,
le daba al aceite e incorporaba el resto. Quedaba perfecta, junto a los camarones
rojos, teñidos con remolacha y con ojitos de mostacillas rojas.
Velas no puso,
le recordaban la muerte.
La iluminación
fue dos focos espiralados de bajo consumo, que ella decoró con pintura celeste
y blanca, remedando la bandera de su patria. Se dio un baño de espuma blanca,
con un touch de rojo. Le revivió la cara, no le gustaba usar maquillaje.
Las invitaciones
fueron programadas para las diez.
Un vestido
negro, elastizado, hasta los tobillos, se miró al espejo y se vio sirena.
Eran las once y
no arribó ningún invitado.
Pensó que le
darían una sorpresa a medianoche, pero nada. Abrió un champagne cosecha el
abuelo, tomó varias copas y vio la mesa multiplicada por dos, luego por tres,
cuando llegó a cuatro se derrumbó sobre los cubiertos.
Lamentó el rayo
de sol que la despertó, lo pasó tan bien con sus seres queridos, tan
afectuosos, esos abrazos fraternales, se divirtieron y bailaron, se rieron a
comida batiente. Ella apagó las velitas y le cantaron la odiosa canción de
costumbre. Fue una pena, se durmió antes de despedirlos.
El rayo de sol
abarcó el recinto, la vajilla estaba dispuesta a ser guardada. Los cubiertos
limpios y las copas sin mácula.
Ella se puso de
pie y los anteojos se pusieron solos. Tomó un plato y los estrelló en el piso,
junto con los otros veintitrés.
Encerró en sus
manos la punta del mantel, con sólo un esfuerzo, se liberó del trabajo de la
bronca.
Se cubrió con su
jogging mañanero y sacó a pasear la perra, con una pinza y el bolsito de los
regalos de la perra. Desde la plaza miró las ventanas de su casa, —Sííí…
Parecía haber mucha gente detrás de los
vidrios.
Corrió
ilusionada y fue feliz mientras cruzaba.
LOS CONTACTOS SON COMO LAS PLANTITAS DE MACETA, HAY QUE REGARLAS SEGUIDO Y NO ESPERAR MILAGROS.
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