Hay quienes conviven con la
alegría y otros con la tristeza. Inés era adicta a la alegría, los brotes
amorosos que le crecieron con Ramón eran bellos, hasta que se transformaron en
enredaderas. Quedó sin aire y pidió a Ramón que se fuera. Él, con la humildad
del que perdona, se alejó encorvado dejando brotes secos que Inés miró con
tristeza.
Sucedió igual con Martín, Tomás, Augusto,
Pepe y Rolando. Todos fueron sus amados, hasta que mutaban enredaderas que
volvían a dejarla sin aire. Caminaba plazas y calles con el corazón latiendo,
como los jóvenes que buscan alguien. Apareció de frente, casi en un tropiezo
sin disculpa. Se reconocieron de inmediato, aunque jamás se habían visto. Muy a
su pesar, Inés se brotó con Juan ni bien se sentaron en el banco. Él se dio
cuenta y pidió permiso para quitarle los cotiledones que tenía en los brazos y
en las mejillas. Inés ayudó por temor a la futura enredadera. Juan hizo un ramo
de flores robadas, como son los verdaderos regalos de flores y preparó
milanesas, bien escurridas, que Inés devoró con pasión sibarita. Nunca
concertaban los encuentros, se producían a diario y ninguno de los dos se
atrevía a poner en palabras aquellos milagros.
Inés, plena de alegría, dejó de reparar en
los detalles del mundo. Se miraba el cuerpo, sin asomo de brotes y besaba a
Juan como a un dios nuevo. Y así fue como él se brotó todo, hasta quedar
cubierto de enredadera. No entendía Juan, hasta que le faltó el aire.
Cuando
la vio llegar casi se ahoga, pero como la quería más que a nada sobre la
tierra, le dio un beso tan largo y tan profundo que se juntaron personas de
todas las edades a mirar aquella expresión de amor que había dejado de existir
hacía bastante. Cuando Inés llegó al éxtasis más alto al que pueda acceder un
ser humano, Juan cayó en la vereda y flores multicolores nacieron de aquel
montón de enredadera.
Murió Juan, murió de Inés.
Ella perdió la razón, vive pegada a las paredes que encuentra, todos olvidaron
su nombre, ahora la llaman enamorada del muro.

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