sábado, 3 de septiembre de 2016

OBVIAR LAS REGLAS

                                                                                                       
   Cuando nació medía un metro y medio. En sexto grado, uno noventa, al terminar el secundario, comenzó a disminuir su altura, bajó a uno veinte. Ingresó en la universidad con un metro. Se bancó motes como enano, tapón, inspector de zócalos. Concluídos sus estudios se presentó al último examen con cincuenta centímetros de altura, una compañera lo sostuvo en alto y él hablaba con voz queda. Los profesores le regalaron un diez, por piedad. Ninguno entendió lo que decía. Confeccionaron un diploma, acorde a su tamaño, una estampilla de tres por tres que él pegó, en la parte baja de la heladera, con gran esfuerzo. Llegó a los veinte centímetros, las pisadas de la gente no llegaron a matarlo debido a la observación minuciosa de las hormigas, ellas lo conducían de ida y vuelta. Hacían fiestas en las cocinas de restoranes, almorzaban y él era siempre el invitado de honor. Las hormigas le regalaron un traje con corbata y zapatos. Les dio un trabajo de hormiga. Él agradeció con un sobre de azúcar robado de un bar. Al cabo de dos años su altura fue de diez centímetros y su voz inaudible. Necesitaba una señorita de su altura y le fue otorgada. Conoció una chica preciosa, de altura ideal, ocho centímetros.
   Se enamoraron, se casaron en secreto y tuvieron un hijo tamaño verruga. El hijo creció hasta llegar a los dos metros, fue campeón mundial de basket y llevaba sus padres consigo adonde fuera.
   Les construyó una casita en un guardapelo, un dormitorio, cocina y baño. Se lo colgó del cuello con una cadenita.
   Durante sus descansos, respetaba la intimidad de sus padres. Cuando se casó, sus padres soportaron estoicos los vaivenes del hijo, en la noche de bodas y demás ocasiones esporádicas.
                                                                   

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