Cuando nació
medía un metro y medio. En sexto grado, uno noventa, al terminar el secundario,
comenzó a disminuir su altura, bajó a uno veinte. Ingresó en la universidad con
un metro. Se bancó motes como enano, tapón, inspector de zócalos. Concluídos sus
estudios se presentó al último examen con cincuenta centímetros de altura, una
compañera lo sostuvo en alto y él hablaba con voz queda. Los profesores le
regalaron un diez, por piedad. Ninguno entendió lo que decía. Confeccionaron un
diploma, acorde a su tamaño, una estampilla de tres por tres que él pegó, en la
parte baja de la heladera, con gran esfuerzo. Llegó a los veinte centímetros,
las pisadas de la gente no llegaron a matarlo debido a la observación minuciosa
de las hormigas, ellas lo conducían de ida y vuelta. Hacían fiestas en las
cocinas de restoranes, almorzaban y él era siempre el invitado de honor. Las
hormigas le regalaron un traje con corbata y zapatos. Les dio un trabajo de
hormiga. Él agradeció con un sobre de azúcar robado de un bar. Al cabo de dos
años su altura fue de diez centímetros y su voz inaudible. Necesitaba una
señorita de su altura y le fue otorgada. Conoció una chica preciosa, de altura ideal,
ocho centímetros.
Se enamoraron,
se casaron en secreto y tuvieron un hijo tamaño verruga. El hijo creció hasta
llegar a los dos metros, fue campeón mundial de basket y llevaba sus padres
consigo adonde fuera.
Les construyó
una casita en un guardapelo, un dormitorio, cocina y baño. Se lo colgó del
cuello con una cadenita.
Durante sus
descansos, respetaba la intimidad de sus padres. Cuando se casó, sus padres
soportaron estoicos los vaivenes del hijo, en la noche de bodas y demás
ocasiones esporádicas.
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