Saturado de
velocidades, ruidos y desengaños, le dieron una escuela, en la Quebrada de
Humahuaca. La pura montaña y veinte coyitas que asistían a sus clases, sin
faltar jamás. La comunicación ocurría con el placer de la confianza que otorga
aprender jugando. Cuando los niños volvían a sus casitas lejanas y dispersas,
Jano pensaba artilugios para el día siguiente. Pasados cinco años, con sólo dos
visitas de inspección, sin molestias, era admirado por su trabajo, en el medio
de la nada. Los pagos se hacían de a pié, por algún padre comedido, que viajaba
a San Salvador todos los meses. Jano guardaba la tercera parte para comer y le
pedía al buen señor, que usara el resto en insumos de papales lápices y tizas.
Era la fiesta de los chicos, cuando Jano distribuía el material.
En las noches de
verano, dejaba que el cielo se le volcara encima y tantas estrellas le
provocaban dudas. Él era un dudador permanente, ese detalle lo hacía sentir
vivo, le complicaba los días, de apariencias iguales. A fines de un invierno,
quiso volver a Buenos Aires. Esperó la llegada del nuevo maestro. Confundido en
los abrazos apretados de los niños, sin palabras y sin lágrimas, dudó en
partir. El nuevo maestro lo llevo al tren de prepo. Le decía que ahora le
tocaba a él, aquella maravilla.
Jano llegó a su
casa, donde lo recibieron con la misma indiferencia que cuando dijo que se iba.
Besos de memoria y preguntas previsibles le hicieron dudar su estadía en
familia. Su madre tenía una cara nueva, dibujada a bisturí y rellenos. El alma
no se opera, pensó Jano. El padre le dio un buen trato, él sí parecía operado
de su sarcasmo. Le propuso salidas de cafés y arboledas meditadas. Jano dudó de
aquella entrega inesperada, pero como se pensó mezquino, borró su duda. Se
entregó a los delirios hablados de su padre, como un cordero confiado.
Durante un
almuerzo su madre, “cara nueva”, preguntó si había ahorrado dinero, en aquellos
años trabajados. El padre carraspeó y la miró feo. El hijo contó, alegremente,
que casi todo lo gastaba en aquella gente desposeída.
Ella, sin
mirarlo, lo insultó con voz de gallineta mal servida. Jano dudó si el
destinatario de las soeces palabras, era su padre o él mismo. Pensó que lo
mejor era dejar la mesa y batirse en retirada. Ambas potestades se colgaron de
su espalda. Los dos a coro, con horror y furia, le gritaron que lo menos que
podía hacer por ellos, era pagarles sus deudas, que eran muchas. La casa, el
auto, las cirugías, el fracaso de la empresa. En fin, no eran una familia, eran
deudas.
Así como sentía
pasión por las dudas, Jano tenía horror por las deudas. Arrancó las comadrejas
de sus ropas y viajó al norte, sin dudarlo, ese mismo día.
No hay comentarios:
Publicar un comentario