Sara
Sarrestegui, con fastidio, lo esperaba. El Sr Sarrestegui estaba sentado a la
mesa, en el lateral, apretando el timbre una sola vez. De una esquina entró la
cocinera y por la puerta de dos hojas apareció la Sra, ocupó un lugar, frente a
su marido. Fue servida la Sra y luego el Sr, la cocinera desapareció en la
oscuridad, pero conservando su lugar cerca de las fuentes. La Sra observaba a
su marido comiendo con educación, lo odió, cuando miró que los bocados eran sucesivos
como un molino de viento, cada tanto tomaba un traguito de vino con ruido, cómo
lo odiaba. Los contó, cada tres masticaciones, vino. No le preguntó cómo había
pasado el día. Ningún comentario de la comida primorosa. Ni buenos días, ni un
beso. Lo odió.
Él se levantó
lentamente, tomó su monóculo y fue coptado por el texto. La punta del vestido
de la Sra Sarrestegui quedó dentro de la chancleta de su marido. Él caminaba
rumbo al escritorio y el vestido de ella se desenvolvió tanto que él usó un
buen trecho para improvisar una bufanda. Lo odió. Entró al dormitorio en ropa
interior, su Dama de Compañía le quitó las enaguas, deshizo el corset con
delicadeza. La Sra terminó con el portaligas y las medias.
La Dama de Compañía abrió la cama y acomodó
las almohadas.
—Buenas noches,
Sra.
Escuchó puertas
leves que se abrían y cerraban. El Sr Sarrestegui dormía en el cuarto contiguo,
con una puerta al medio. Intentaba siempre, estaba cerrado con llave. Cuando
ella miraba el picaporte subir y bajar inútilmente, lo odiaba.
Tenía un camisón
sugerente, abrió la puerta y se derrumbó en la cama. Abrió las piernas y el
camisón, como un telón, se corrió. Él la miró con los mismos ojos que miró el
pescado en la comida. Se desvistió, tiradores, camisa, camisetas, medias, ligas
y dispuesto, ella levantó ambos pies y lo arrojó de espaldas, sobre el filo de
la puerta. Lo odió. Miró el tajo, manando sangre, lo empujó al dormitorio y le
arrojó toda su ropa sobre el piso.
Cerró con llave.
Durmió plácida como jamás.
Se enteró al
día siguiente, lo odió.

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