Una posibilidad
es que le haya dado un ataque repentino de lucidez. Se sentaba en la misma mesa
todos los días, abría las carpetas y con un dedo pedía un café. Escribía sin
levantar la vista. Fumaba tres cigarrillos, juntaba sus hojas y partía. Dejaba
dos pesos de propina.
Un día se sentó,
abrió las carpetas, no pidió un café, no levantó el dedo. Cerró las carpetas,
revisó sus bolsillos y sacó dos monedas que depositó en la mesa. Fue al baño.
Había mucho trabajo, ese día y cuando reparé, habían pasado dos horas y el
hombre de las carpetas no regresaba. Fui a mirar al baño, pendía de un
ventanuco. De los cordones de los zapatos.
Junté las
carpetas, las llaves, las lapiceras y los dos pesos. Toqué un sólo timbre y
atendió una mujer triste, por atrás asomaba un joven igual de triste. Me
hicieron pasar, jugaban a las cartas y yo ahí parado. Ellos seguían con los
naipes. Pedí permiso y les puse las cosas del señor encima de las cartas. El
joven tomaba las carpetas con dos dedos y las tiraba en un cesto. Las llaves se
las guardó en el bolsillo y los dos pesos me los extendió: “— Esto es suyo.”
Lo dijo con voz
glisada. Ella reacomodaba las cartas, me miró de reojo y murmuró al joven: “— El mozo será el único que lo va a extrañar, ¿no m’hijito?”
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