jueves, 9 de febrero de 2017

ONE BY ONE


   Se olvida, soy la única nieta que la visita, vemos teleteatros y tomamos el té. En ella hay una distancia infinita conmigo, yo la siento. Me llama Adela, la Abuela, y soy Ofelia. La dejo preguntar en qué grado estoy, pregunta que comenzó a mis siete años, me felicita por haber terminado el secundario y voy a segundo del primario.—Muy bien Adela, sigue así.
   Como ponen las maestras de despedida en el boletín.
   Los domingos me regalaba una moneda de un peso. Sentía culpa por odiarme tanto. —Adela no te enojes, no sabe que soy Ofelia.
   La Abuela conducía a Ofelia a otro cuarto —Mi nieta predilecta, Ofelita, no necesitás que te paguen para estudiar.
   El odio en mi familia es intermitente, crece de lunes a sábado y el domingo estalla. Vamos al almuerzo, mi hermana, mis primos y la caterva de padres ausentes, no es que falten, no se hablan entre ellos y juegan competencias al “Mamita te quiero” con mi Abuela. A los doce me felicitó por tener el título de abogada. —Igual te doy el peso, por las dudas.
   Abrazaba a su nieta Adela y decía, —Vos sos autodidacta, no necesitás un peso. Ofelia sí porque es morocha subida, fue una desgracia su advenimiento. En la familia somos todos rubios de ojos claros. Fijate su madre, una mujer ordinaria, por cierto, pero es rubia y linda. Ahora estoy en el cementerio, veo cómo suben a mi Abuela en un ascensor patético. Allí la instalaron. Todos se fueron y quedé sola, mirando el piso.
   Escuché del tercer estante de mi Abuela. Yo observé cómo se deslizaba una moneda angelada, de un peso, que cayó a mis pies.
                                                         

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