Se olvida, soy
la única nieta que la visita, vemos teleteatros y tomamos el té. En ella hay
una distancia infinita conmigo, yo la siento. Me llama Adela, la Abuela, y soy
Ofelia. La dejo preguntar en qué grado estoy, pregunta que comenzó a mis siete
años, me felicita por haber terminado el secundario y voy a segundo del
primario.—Muy bien Adela, sigue así.
Como ponen las
maestras de despedida en el boletín.
Los domingos me
regalaba una moneda de un peso. Sentía culpa por odiarme tanto. —Adela no te
enojes, no sabe que soy Ofelia.
La Abuela
conducía a Ofelia a otro cuarto —Mi nieta predilecta, Ofelita, no necesitás que
te paguen para estudiar.
El odio en mi
familia es intermitente, crece de lunes a sábado y el domingo estalla. Vamos al
almuerzo, mi hermana, mis primos y la caterva de padres ausentes, no es que
falten, no se hablan entre ellos y juegan competencias al “Mamita te quiero”
con mi Abuela. A los doce me felicitó por tener el título de abogada. —Igual te
doy el peso, por las dudas.
Abrazaba a su
nieta Adela y decía, —Vos sos autodidacta, no necesitás un peso. Ofelia sí
porque es morocha subida, fue una desgracia su advenimiento. En la familia
somos todos rubios de ojos claros. Fijate su madre, una mujer ordinaria, por
cierto, pero es rubia y linda. Ahora estoy en el cementerio, veo cómo suben a
mi Abuela en un ascensor patético. Allí la instalaron. Todos se fueron y quedé
sola, mirando el piso.
Escuché del
tercer estante de mi Abuela. Yo observé cómo se deslizaba una moneda angelada,
de un peso, que cayó a mis pies.
No hay comentarios:
Publicar un comentario