Don Acevedo
acusó una autoestima que le humedecía los ojos, andaba cabizbundo y meditabajo.
Los Peones que
se habían enterado por terceros, esperaban el castigo de quedarse sin trabajo.
Fueron a la casa de Don Acevedo, con sus boinas dando vueltas en las manos, le
pidieron perdón.
—Los perdono—y
les quitó la sensación de haber pecado—El hombre no es culpable en estos
casos—tango triste y cierto que Don Acevedo había asimilado.
Las traiciones lo
indignaban tanto que se sumió en el trabajo, ayudando a los peones, como uno
más. Empezaron a tutearse y crearon un afecto escondido.
No quería saber
nada de mujeres y cuando supo que la hija del Patrón lindero lo pretendía, dijo
un “no” convencido.
—Que me dejen de
joder, bastante he sufrido para que me presenten una mujer nueva.
Una mañana de
octubre, apareció una joven con cara de buena:
—¡Hola!, Señor
Acevedo, le vine a ofrecer mis servicios, le aclaro que esto no es trampa. No
deseo seducirlo como manda mi Tata, además usted es muy viejo para mí, pero
puedo limpiar su casa, la dejaré sin mácula. Plancho muy bien. Quiero que usted
se vista como merece. Hacer acto de presencia con su ropa gastada, no está
bien. Sus Socios lo respetarán, más por su presencia que por su dinero. Soy
Modista y Sastre. Yo misma confeccionaré su ropa y reinará sobre sus tierras.
Sé que aprecia el silencio, hablo mucho, pero también sé callar.
—Mire Srta. ante
todo, ¿cómo es su nombre?
—Me llamo
Lucila, pero me puede decir Lu. Sólo le pido un sueldo a fin de mes, el monto
lo dejo a su criterio.
Lu empezó a
trabajar el mismo día que apareció. Dejó todo como un espejo. Lo vistió como a
un Señor de la Ciudad bien atildado. Lu pensó que en lugar de ser Don Acevedo, quedaría
mejor Señor Acevedo. Igual eso se irá dando solo.
Nota de la
Autora: Continuará.

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